Page 11 - Las ciudades de los muertos
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un tono azul transparente a la luz de la mañana. He vivido aquí durante más de una
década y el nítido azul del Nilo todavía me sorprende cada vez que lo veo y me hace
recordar el Támesis, con sus aguas siempre tan turbias.
Finalmente, conseguí localizar al intruso en el centro del Valle. Al principio pensé
que era una mujer egipcia, enormemente obesa, envuelta en pesados mantos negros.
Andaba a cuatro patas, apoyando las rodillas y las manos. Dios sabrá por qué. Pero
había algo extraño en todo ello; ninguna mujer musulmana hubiera salido a pasear
sola. Durante toda la mañana, mi impulso había sido ocultarme y evitar todo contacto
con cualquier miembro de mi especie, pero ahora la curiosidad fue más fuerte, así que
me decidí a descender por la ladera.
Era una monja, una monja envuelta en hábitos negros, con una cofia blanca y un
rosario en la mano, merodeando por el Valle de los Reyes de rodillas y con la vista
fija en el polvo que se extendía ante ella. Una monja… ¡por el amor de Dios! Estaba
tan concentrada en su trabajo que no se apercibió de mi presencia, así que me senté a
observarla, con la espalda apoyada en una roca de gran tamaño.
La tierra del Valle es áspera y pedregosa, y, por el modo en que avanzaba, deduje
que debía llevar las rodillas bien despellejadas. Aun así, parecía andar con un
propósito determinado, tal vez persiguiendo algo… Siguió avanzando en zigzag hasta
que, de pronto, se encaminó directamente en mi dirección. Esperé que cambiara de
rumbo de nuevo, pero continuó avanzando hacia mí hasta que me rozó la punta de la
bota con la nariz.
Alzó la cabeza, alarmada, y yo esbocé mi mejor sonrisa, intentando no soltar una
carcajada, al tiempo que me quitaba cortésmente el sombrero.
—Buenos días, hermana.
Se me quedó mirando fijamente como si acabara de darle una bofetada. Era
evidente que parte de ella deseaba alejarse de inmediato de mí, pero continuaba
observando el suelo con ansiedad. Luego, desvió la mirada para observar, por encima
del hombro, la entrada del Valle y acabó mirando de nuevo al suelo. Al final, pareció
resolver el problema. Alzó la mano izquierda y señaló al suelo, entre mis piernas,
mientras se sonrojaba intensamente.
—Está usted sentado sobre mi escarabajo.
Hablaba con marcado acento alemán.
—¿Perdón? —acerté a decir, conteniendo el deseo de reírme delante de ella.
—Digo que está usted sentado sobre mi escarabajo.
No pude resistir la tentación de burlarme de ella.
—Los escarabajos pertenecen al dios Sol.
—Este no —dijo, echando una mirada a mi alrededor. Parecía que el insecto se
había desviado hacia mi derecha. La monja se inclinó sobre él, al tiempo que soltaba
un grito de júbilo.
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