Page 16 - Las ciudades de los muertos
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que se deslizaba con lentitud. Junto a la orilla se oía el fuerte croar de las ranas y, de
vez en cuando, un ligero chapoteo indicaba que alguna acababa de zambullirse en el
agua. A poca distancia de donde me alojaba había una pequeña taberna local.
Distinguí luces, se oía música, había una sorprendente animación y, por un momento,
pensé en entrar y tomar un vaso de vino, pero enseguida dudé, ya que en realidad me
apetecía estar solo. Me senté a observar los reflejos de la luna y escuchar el croar de
las ranas.
Hacia medianoche, me encaminé a través de la calle Bahren en dirección al
Winter Palace. La luna había alcanzado ya una posición alta en el cielo y las flores de
los jardines del hotel lucían todavía fantasmales. El interminable croar de las ranas
flotaba todavía en el aire, aunque mucho más lejano. Encontré al barón Lees-Gottorp
y a su sobrina esperando en el porche del hotel. El barón dio un paso al frente para
estrechar mi mano.
—¿Va a traer a la chica?
—Quiero que aprenda de arte.
—Si las cosas se ponen difíciles, tal vez aprenda más que arte. Tenga en cuenta
que las jóvenes rubias occidentales son un preciado tesoro para los harenes
musulmanes.
—No sea ridículo. Sabemos cuidar de nosotros mismos y Birgit es la atleta más
brillante de su instituto.
—Al vendedor tal vez no le guste. Aquí las mujeres no acostumbran a participar
en los negocios.
—Si quieren negociar, tendrá que ser a mi manera.
—Por supuesto, herr barón.
Aquel personaje era típicamente germano.
Por el momento, no había ni rastro del misterioso vendedor del barón y estuvimos
conversando trivialidades hasta las doce y veinte. Que si me gustaba vivir en Egipto,
que si los nativos les parecían poco sociables, y así sucesivamente. Aunque mis
respuestas eran escuetas, las preguntas se sucedían, interminables. Creo que ambos
estábamos en tensión. Dejando de lado los intereses comerciales o las ansiedades
personales, no había exagerado en absoluto al hablar del posible peligro que
podríamos correr haciendo una visita nocturna al barrio árabe, y el peso de mi
revólver me producía una cierta sensación de confianza. Era evidente que el barón
también estaba nervioso, sin duda porque no tenía ni idea de lo que podía depararnos
aquella noche. De los tres, únicamente la sobrina parecía ignorar por completo lo que
podía significar aquella noche. Tenía un aire distraído, letárgico, ausente, como si
quisiera impresionar a alguien con aquel sosiego. Su actitud tuvo la virtud de
irritarme, cosa que no contribuyó demasiado a mejorar mi humor. Al final llegó el
vendedor o, mejor dicho, su hijo, un mocoso de unos trece años con unos enormes
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