Page 12 - Las ciudades de los muertos
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—¡Ya te tengo! —exclamó sujetándolo entre sus rollizos dedos para que lo viera.
¿Qué podía decir?
—Muy hermoso —se me ocurrió.
—Es un ejemplar bastante grande, ¿verdad? —su acento germano parecía salido
de un cabaret.
No pude menos que responder.
—Sí, es uno de los más grandes que he visto en mi vida. Tiene usted suerte de
que no se haya introducido en alguna grieta del suelo, como suelen hacer.
La monja se puso de pie con dificultad y se arregló la cofia. Llevaba el hábito
negro manchado de polvo. Colocó el escarabajo en un compartimento oculto que
llevaba su crucifijo y cerró cuidadosamente la tapa.
Por primera vez me di cuenta de la extrema palidez de su piel.
—¿Hace poco que ha llegado a Egipto?
—Sí —respondió mientras sacudía las cuentas del rosario.
El carácter absurdo de la situación, junto con mi deseo de estar solo, me había
hecho olvidar los buenos modales, así que me apresuré a ponerme de pie y
presentarme.
La monja hizo una ligera reverencia, con gran dificultad, como un dragón
prusiano.
—Yo soy la hermana Marcelina.
—Bienvenida a Egipto, hermana. Me llamo Carter.
Todavía no la había visto sonreír una sola vez. Su expresión era tan seria como si
estuviera ante una audiencia papal. La captura de su presa le había hecho soltar un
grito triunfal, pero ello no había alterado la severa expresión de su rostro. Puse todo
mi empeño en mostrarme encantador ante ella, porque me parecía absurda tanta
seriedad en una situación como aquélla.
—Soy guía turístico y, sin faltar a la modestia, me atrevería a afirmar que
conozco mejor que nadie en Egipto la necrópolis tebana. El Valle de los Reyes, Dayr
al-Baharl, el Valle de las Reinas, las Tumbas de los Nobles, unas tumbas misteriosas
y oscuras, repletas de pinturas, maravillosas y llenas de vida, templos asombrosos,
una tierra de ensueño que la está esperando y que yo estaré encantado de mostrarle.
—Aquella efusión era capaz de acabar con las reticencias de incluso los italianos.
Sin embargo, ella permaneció impasible.
—Ya he visto todas esas cosas. Danke schön.
—Ya veo… Entonces, la otra orilla, quizá. ¿Karnak?
—No, gracias. Buenos días, herr Carter —dio media vuelta para marcharse, se
levantó las faldas del hábito y descendió a toda prisa a través del Valle. Debajo de
aquel cuerpo tan obeso, las piernas parecían excesivamente delgadas.
No podía darme por vencido.
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