Page 9 - Las ciudades de los muertos
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—Howard —se puso de pie y rodeó la mesa hasta quedar frente a ella—, intenta
enfrentarte a la realidad política. Nosotros, los franceses, dirigimos el Servicio de
Antigüedades; ello significa que, de hecho, dirigimos Egipto o, al menos, estamos al
mando de ese Egipto del que tú te preocupas, ese lugar antiguo y maravilloso de lino
y oro. Deseas continuar trabajando, ¿no?
—Por supuesto, lo sabes muy bien.
—Entonces, presenta tus disculpas. De aquí a un mes… o una semana, nadie
recordará el incidente. Debes seguir los vaivenes de la política, Howard, debes
disculparte.
Me quedé observando cómo daba vueltas a mi alrededor, como un brujo poseedor
de un hechizo. Maspero es el único francés que ha sabido ganarse mis simpatías. Su
carácter enérgico, su encanto, al igual que su amor ciego por Egipto hacen que no
pueda resistirme a él. Había presionado tanto al gobernador británico que, en la
actualidad, el Servicio de Antigüedades obtenía todo el dinero necesario para llevar a
cabo sus excavaciones y restauraciones. El pobre lord Cromer intentaba siempre
desviar parte del dinero hablando de necesidades militares y de hogares para los
oficiales británicos, pero en cuanto entraba en escena Maspero, el gobernador perdía
toda posibilidad. Oro… Hablaba de oro y del dinero que movía el mercado del arte
internacional. Prestigio… Le contaba a lord Cromer cómo el mundo entero codiciaba
los tesoros escondidos en el valle del Nilo. Manejaba a la perfección su hechizo, y el
poder inglés acababa cediendo.
Y aquí estaba ahora, intentando seducirme a mí.
—¿Por qué perder tu trabajo por una tontería así? —me preguntó—. Te necesito
en Luxor, eres lo mejor que tengo. Si nos obligas a despedirte, Egipto va a sufrir una
gran pérdida…
Y así sucesivamente, con ese encanto que es su mejor arma y aquella eterna
sonrisa que tan bien conocía yo.
Por un momento estuve a punto de ceder y presentar mis disculpas, pero me
sentía incapaz. Había pasado mi juventud en Gran Bretaña, adulando siempre a los
privilegiados, pero no pensaba caer nunca más en eso. Aquí soy dueño de mis actos e,
incluso sin empleo, soy responsable de mí mismo. Intenté explicarle mi punto de
vista a Maspero.
—Siéntate, Howard. —Lo obedecí—. ¿Es esto todo lo que Egipto significa para
ti? ¿Libertad contra los privilegios? —Me sentía incapaz de mirarle directamente a
los ojos—. Te necesito en el Servicio, Howard. Piensa que incluso los reyes tienen
que ceder de vez en cuando a ciertas presiones políticas. Discúlpate.
Permanecí en silencio. Maspero cogió una hoja de papel de su escritorio y me la
entregó.
—No puedo dejártelo más fácil. Firma y vuelve a tu trabajo.
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