Page 18 - Las ciudades de los muertos
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pero ese chico no me sonaba de nada.
               El muchacho desvió la vista hacia mí.
               —Usted es del Servicio de Antigüedades —era casi una acusación.

               —No, ya no pertenezco al Servicio. Puedes preguntárselo a quien quieras. A estas
           alturas, lo sabrá todo Luxor. Pregunta, si lo deseas.
               El  muchacho  nos  observaba  alternativamente  a  los  tres,  indeciso  sobre  lo  que

           debía hacer. Se produjo un prolongado silencio y, al final, el muchacho se decidió a
           hablar.
               —Se lo diré a mi padre. Él sabrá qué hacer. Volveré mañana a la misma hora —se

           alejó  a  toda  prisa  de  nosotros  y,  mientras  doblaba  la  esquina  del  hotel,  apagó  la
           linterna para desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos en el parque situado entre el
           hotel y el templo de Luxor. Por un instante, a la luz de la luna aquella figura vestida

           de blanco pareció un lejano fantasma.
               El barón Lees-Gottorp no sabía cómo reaccionar ante aquella situación.

               —Pensé que vendría el hombre personalmente.
               —Hubiera sido una excepción. Para eso están los niños. Por cierto, ¿consiguió el
           nombre del padre?
               A la luz de la luna, vi cómo se sonrojaba.

               —No.
               —Bueno, pues lo único que podemos hacer es volver mañana a la misma hora,

           suponiendo que continúe usted interesado en proseguir con este asunto…
               —¿Cree que vendrá?
               —Es  difícil  saberlo.  —Me  apoyé  en  una  columna  del  porche,  decidido  a
           continuar, a explicar la situación tal como yo la veía, pero opté por no añadir nada

           más. Era evidente que ese estilo árabe, tan poco honesto, irritaba al barón.
               —Bien, ¿qué opina usted de todo el asunto? —inquirió, ansioso.

               Sonreí, pero como la luna estaba situada a mis espaldas, no pudo distinguirlo.
               —Bueno,  creo  que  hay  dos  explicaciones  lógicas.  O  bien  los  «objetos»
           constituyen un fraude tan evidente que lo descubriría en un instante, o son genuinos,
           con lo cual el vendedor no quiere que se entere el Servicio de Antigüedades. Supongo

           que ya sabrá usted que es completamente ilegal sacar antigüedades del país sin el
           consentimiento de las autoridades —el barón me observó de reojo, con suspicacia.

           Tal  vez  me  tenía  que  haber  mostrado  más  evasivo  y  misterioso,  pero  continué
           hablando—: Si las piezas son originales, son propiedad del Estado egipcio. A usted
           podrían ponerle una multa de consideración y el vendedor iría a parar a la cárcel.

               Por primera vez en toda la noche, Birgit intervino en la conversación.
               —Hay algo que no entiendo.
               Desvié la vista hacia ella.

               —¿Sí?




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