Page 22 - Las ciudades de los muertos
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emanaba de aquellas enormes piedras y no pude evitar detenerme un instante y
rozarlas con la mano. Después de todos estos años, Egipto continúa siendo un sueño
para mí. Estoy convencido de que un día se desvanecerá y que volveré a encontrarme
con mi paisaje británico, obligado como mi padre a ganarme la vida pintando
acuarelas de ganado de primera calidad de algún terrateniente. Es demasiado
horroroso para pensarlo siquiera, pero, mientras dura el sueño, me deleito con él.
Estoy aquí, en este lugar mágico, en esta tierra extraña y hermosa que conserva en su
interior los secretos de la naturaleza humana. Es como si…
—¡Mira! —Birgit interrumpió mis pensamientos. Señalaba al campo abierto, a
nuestra derecha y, por un momento, me sentí desorientado. Habíamos dejado atrás
Karnak y continuábamos en dirección norte—. ¡Mira, niebla! ¡Hay mucha niebla!
—No, Birgit, no —le explicó el barón—. No es más que el reflejo de la luna en el
suelo.
La zona del noreste de Luxor, situada a casi siete kilómetros río arriba y tan
alejada hacia el este como el extremo del desierto, está poblada de numerosas
pequeñas fincas privadas. Nuestro guía nos conducía ahora en dirección este, lejos
del río, a través de campos y más campos. Alcancé a ver varias chozas de ladrillos y
arcilla, algunas con luz, pero la mayoría a oscuras. El terreno de cultivo no era
demasiado amplio en esta zona. Nuestro destino sólo podía ser una de esas chozas, o
bien nos encaminábamos directos hacia el desierto. En cualquier caso, reconozco que
nunca había visto actuar así a un vendedor de obras de arte, ya fueran originales o
falsas.
En parte por el frío, la noche era extremadamente silenciosa. En una noche
normal del mes de noviembre, deberían oírse los zumbidos de los insectos, ibis
graznando, las ranas, por supuesto, y sonidos humanos, pero hoy…, aquel silencio
me ponía nervioso y en varias ocasiones me sorprendía a mí mismo palpando la
culata de mi revólver para tranquilizarme. El silencio era total, absoluto, salvo por el
leve crujido de nuestras botas en la tierra. Nuestro guía se movía sin hacer el más
mínimo ruido. Seguíamos caminando y pronto, a la luz de la luna, la claridad de la
linterna, nuestra marcha tranquila y laboriosa se convirtió en algo hipnótico que
atontaba. Podíamos estar en cualquier parte del mundo, o en ningún sitio. No sabía lo
que pensaban los germanos de todo esto, pero supongo que no se habían dado cuenta
de lo inusual que era todo aquello y se limitaban a fijar su atención en la única cosa
de aquel paisaje que se movía a un ritmo acompasado, la linterna de nuestro guía.
Frente a nosotros distinguí el borde del desierto. Ya sólo quedaba una choza antes
de llegar y había luces en cuatro de sus ventanas. Consulté el reloj. Parecía increíble
pero era pasada la una de la madrugada. Esto se había alargado demasiado. Estaba
helado hasta los huesos y me sorprendía que mis clientes no se hubieran quejado
todavía.
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