Page 25 - Las ciudades de los muertos
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un lugar sencillo, se componía de una amplia habitación que comunicaba con una
segunda a través de una puerta baja. Las dos estancias estaban muy limpias y bien
iluminadas. En el centro, vislumbré una amplia mesa de madera tallada y cuatro sillas
de respaldo alto a juego. No era una decoración propia de una choza. Azzi se restregó
las manos junto a una lámpara para que entraran en calor. Me acerqué al barón.
—El aceite es muy caro. Parece que esta gente se gana muy bien la vida como
campesinos.
—Si es que lo son —replicó mientras observaba a su alrededor con cautela.
No había nadie más que nosotros en la habitación. El padre de Azzi permanecía
lejos de nuestra vista en la segunda habitación y lo oíamos moverse por la estancia.
Tampoco había ni rastro de los objetos que habíamos venido a ver. Birgit, que se
había quedado junto a la puerta, se acercó ahora a mí.
—No me gusta esto.
Intenté hacerme el ingenuo.
—Es una choza de barro. No tiene por qué gustarte.
—Me refiero a la situación.
—¡Ah, bueno! No creo que haya más de una o dos personas en la otra habitación.
Se me quedó mirando como si me hubiera vuelto loco, y sonreí.
—Los cuarenta ladrones deben estar en otra parte esta noche. ¿Te sentirías más
segura en el exterior?
La muchacha se rodeó los hombros con los brazos.
—¿Sola? No. Creo que me quedaré aquí, con usted.
—Gracias.
Me pareció curioso que hubiera omitido mencionar a su tío.
De pronto, apareció un hombre en el umbral de la otra habitación; un hombre
alto, atlético, con unos ojos pardos enormes. Uno de los egipcios más atractivos que
había visto nunca.
—Buenas noches. Soy Ahmed Abd-er-Rasul —se inclinó ligeramente ante
nosotros. Detrás de él apareció un muchacho, un año o dos mayor que nuestro guía y
la viva imagen de su padre—. Éste es mi primogénito, Dukh —el chico hizo una
educada reverencia—. A Azzi ya lo conocen.
El barón dio un paso al frente y se acercó a Ahmed Abd-er-Rasul con el brazo
extendido. Ahmed se apresuró a hacerle otra reverencia. El barón se detuvo, indeciso,
y se inclinó a su vez mientras su rostro adquiría un tono púrpura intenso. Daba la
impresión de que acababan de reprenderle por sus malos modales delante del káiser.
En realidad, sin que se hubiera dado cuenta, acababa de perder la primera batalla
frente a su oponente.
Abd-er-Rasul sonrió.
—¿Desean un té con menta?
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