Page 26 - Las ciudades de los muertos
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Percibí en el rostro del barón que estaba a punto de rechazar el ofrecimiento y,
antes de que diera un segundo paso en falso, intervine.
—Será un honor.
El barón frunció el entrecejo. Seguro que estaba pensando que todo esto no era
más que una pérdida de tiempo. Por un momento, estuve tentado de dejarlo manejar
la situación a su manera, hablar sólo cuando me lo pidieran y permitir que cometiese
todos los errores que deseara.
Dukh se introdujo en la segunda habitación para preparar el té. El barón lo
observó salir de la estancia con ojos especuladores. La conversación se interrumpió
momentáneamente y, por un instante, pude reflexionar sobre la situación.
Los Abd-er-Rasul son una de las familias más importantes de ladrones de tumbas
de Egipto. Su pedigrí, si ésa es la palabra correcta, se remonta a la Edad Media o a
tiempos todavía más antiguos. Cuando los cruzados marcharon sobre Jerusalén,
cuando Colón zarpó en busca del Nuevo Mundo, cuando Guillermo de Orange
conquistó Inglaterra, ya existía un Abd-er-Rasul saqueando a los muertos egipcios.
Todos estos siglos de experiencia, de técnicas perfectas, de aprender a buscar
infaliblemente todos los tesoros, sin duda alguna los ha convertido en los mejores en
su especialidad. Algunos de los hallazgos arqueológicos más importantes fueron
descubiertos por esta familia y vieron la luz sólo cuando los Abd-er-Rasul se
volvieron demasiado codiciosos e inundaron el mercado con hallazgos que habían
encontrado en las tumbas. Habían descubierto el escondrijo de Dayr al-Baharí, el
conjunto de momias reales más importantes de la historia de Egipto.
Pero los Abd-er-Rasul habían sido siempre, por encima de todo, una familia, y
trabajaban para sus intereses comunes y familiares. Trataban con reticencia a los
renegados que actuaban por interés propio. Si nuestro anfitrión era un Abd-er-Rasul
auténtico, eso explicaría la cita a esta hora intempestiva y en un lugar tan lejano. Si
por el contrario era un impostor, intentaría evitar a toda costa la cólera familiar y,
probablemente, la venganza de la familia por el hecho de usurparles el nombre.
Dukh regresó con cuatro tazas de té en una bandeja de plata y Ahmed las repartió,
quedándose con la última.
—Siéntense, por favor.
Nos acomodamos alrededor de la mesa y conversamos durante unos instantes.
—¿Les gusta Egipto?, ¿piensan quedarse mucho tiempo?
El barón parecía cada vez más incómodo. Deseé que intentara al menos disimular
su impaciencia. No hay nada peor que intentar darle prisa a un egipcio.
Por fin acabamos el té. Había llegado el momento. Ahmed se puso de pie e
intentó que su rostro adquiriera el tono más misterioso posible.
—Tengo algunos objetos preciosos que me encantaría enseñarles.
La simulación era admirable; había pronunciado la frase como por casualidad,
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