Page 61 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               Nuestro jinete, por el contrario, se defiende con una armadura más ligera, una lanza corta, la
               adarga y un puñal.
                     Y mientras el castellano usa un estribo bajo, el estribo nuestro  es muy alto y
               cabalgamos encogiendo las piernas, lo que hace más fáciles y ligeros nuestros
               movimientos.
                     Claro que los cristianos nos han  copiado hace ya tiempo; sin embargo, les  será
               siempre imposible competir con nosotros, porque el caballo es aliado nuestro.

                     El alguacil  del tesoro,  cuyo nombre es  Abul  Kasim al  Maleh, me mostró, con  el
               maestro de armas, durante una larga mañana, las riquezas guardadas en los sótanos del
               palacio principal, que entonces habitaba mi padre. Los reyes de Granada, tanto los ziríes
               como los nazaríes, han sido muy dados a acumularlas; por eso el resto de los reyes de
               Taifas nos llamaron “las urracas”.  Las riquezas de los ziríes se las arrebataron los
               almorávides: ¿quién arrebatará las nuestras? Cuando las vi me parecieron deslumbrantes e
               innumerables: ninguna guerra ni desgracia alguna las podría agotar. áHoy sé que no estaba
               en lo cierto y las recuerdo, en su mayor parte perdidas, más de lo que las recordaba al día
               siguiente de habérmelas mostrado.
                     Entré en un subterráneo excavado en la piedra roja de la Sabica, con el silencio y la
               humedad rezumando por sus muros. Los siglos habían construido allí un prolongado agujero
               donde depositar sin prisas lo más fastuoso y lo más raro que se hallara. En la primera sala
               había armas suficientes para cubrir las demandas no sólo del ejército profesional granadino
               (la profesionalidad existía desde los tiempos de Almanzor), que era propietario de su propio
               armamento, sino de  los ejércitos ocasionales,  aglutinados  como consecuencia de  hechos
               concretos o por levas repentinas.
                     —En ellos se alistan, digamos que voluntariamente, los artesanos, los comerciantes y
               los ciudadanos del Reino, ordenados por villas, por señoríos y por familias, y también los
               artesanos,  los comerciantes y los ciudadanos de  la capital ordenados por gremios, por
               barrios y por puertas.
                     Así me lo explicó el maestro de armas, en aquel espacio lóbrego e inmenso, donde se
               repetía, una vez y otra hasta amortiguarse, el eco de su voz y de nuestras pisadas.
                     Mientras, me señalaba gruesos haces con millares de lanzas apuntadas o de dos filos,
               partesanas, hachas, mazas, porras de astil amplio y flexible, ballestas y venablos armados
               de varias cuchillas, flechas emplumadas, y esbeltos  y potentes arcos.  Apiladas en
               pirámides, miles de adargas, clasificadas según su material, su resistencia o su labor: había
               broqueles redondos de madera,  y adargas de piel de buey o de onagro o de antílope
               sahariano, con bellos adornos metálicos colgantes; cotas de malla y jacerinas, coseletes y
               lorigas, cascos y yelmos. En una sala posterior, los arneses damasquinados y los tunecinos,
               hechos  con chapa redoblada, las corazas labradas y las armaduras nieladas  exhibidas
               sobre estafermos de madera, junto a los jaeces para los caballos y a los estandartes, los
               pendoncillos y los guiones. Y cerca, despidiendo una larvada refulgencia, un número infinito
               de alfanjes, cimitarras, gumías, dagas, puñales, espadas, y las trompetas y los timbales que
               escoltan el paso del ejército.
                     En un piso inferior, al que descendimos por unos peldaños gastados trabajados en la
               roca viva, se guardan las armas de los sultanes y de los príncipes: cascos orlados de oro y
               pedrería, espadas de combate y de alarde cuajadas de esmaltes y filigranas, armas blancas
               para las recepciones  consteladas de perlas,  rubíes y  esmeraldas; espuelas,  estribos,
               bocados de plata para las carreras; monturas recamadas en oro, guarniciones de
               caballerías, tanto de guerra como de torneo, gualdrapas y cadenas, armaduras diseñadas y
               adornadas por los mejores orífices y los más minuciosos joyeros de la Tierra...
                     —Todos los instrumentos de ataque y de defensa que el hombre ha inventado para
               sembrar con ellos bellamente la muerte —dijo El Maleh.
                     En las siguientes habitaciones, más aisladas y secas, se hallan el  mobiliario y las
               ropas pertenecientes a los reyes de la Alhambra. Sobre esteras de pita y de cáñamo, se
               amontonan las alfombras y los alcatifes enrollados, y se alinean, en una guarda perenne, los

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