Page 59 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               hecho mal, o qué quejas le habrían dado a mi padre para que, de manera tan drástica,
               interrumpiera las lecciones y me reclamara delante de todos.

                     Me condujeron a la Sala del Consejo, lo cual me alarmó, si cabe, más aún. Yo sólo
               había entrado allí una vez, en compañía de uno de mis maestros, para pedir gracia a un
               ministro en favor de un sirviente nuestro, que había quemado con un brasero el borde de un
               tapiz. Al atravesar el arco no distinguí nada en la penumbra, deslumbrado por la luz exterior.
                     Luego ya vi a mi padre. Nunca me había parecido tan temible, quizá porque nunca lo
               había visto antes en funciones de rey, o quizá porque mi estado de ánimo me lo
               engrandecía.  Al principio creí que  estaba solo: soberbio, de cejas espesas y fruncidas, y
               ojos relampagueantes como en una cólera continua. Debía de vestir de oscuro, porque no
               distinguí sus ropas, sólo su cara, cercada de una barba negra, y sus manos, poderosas y
               largas.
                     —Acércate —me dijo.
                     Estaba sentado, y me indicó que me sentara frente a él. Al obedecer, adaptados mis
               ojos a la luz, alcancé a ver dos hombres que lo flanqueaban. A uno lo identifiqué como el
               gran visir Abul Kasim Benegas; al otro no lo había visto nunca. El visir era muy delgado y
               cargado de hombros, con una barba en punta aún no del todo blanca.
                     El otro, en cambio, era bajo y regordete, con una expresión un poco ida y bondadosa;
               cuando notó que lo miraba, sonrió inclinando la cabeza; era más joven que los otros dos. Mi
               padre estaba hablando:
                     —Cuando tú naciste,  los pronósticos que nos dieron los astrólogos no fueron
               favorables.  Yo no creo en agüeros, salvo que sean propicios; sobre todo, si vienen de
               estrelleros trapisondistas, o pagados por enemigos míos. Y ciertamente los astrólogos de tu
               abuelo no me tuvieron nunca como amigo.
                     Yo había nacido un par de años antes de que mi padre destronara a mi abuelo. Los
               astrólogos oficiales, tratando de apoyar al sultán viejo, o acaso la candidatura de mi tío Abu
               Abdalá, pusieron de su cosecha cuanto pudiera ir en contra mía y, por tanto, de mi padre.
               En aquel tiempo la relación de mis padres entre sí era  más concertada de lo  que fue
               después, y mi madre falseó el día y la hora de su parto para tener el pretexto, suponiendo la
               mala fe de los sabios, de echar por tierra el resultado de sus horóscopos. Por eso nunca he
               sabido el momento exacto en que nací. El caso es que todos los vaticinios estuvieron de
               acuerdo en que, si un día me sentaba en el trono, el Reino se perdería conmigo. Semejante
               maldición había pesado turbiamente sobre mí, aunque nadie de las alturas tuviera una fe
               ciega en las cartas astrales, salvo —como acababa de decir mi padre— en cuanto les fuese
               conveniente. Y yo había sabido, unos meses antes, que los secuaces de mi tío Abu Abdalá,
               en los días de su frustrada rebelión contra mi padre, hicieron uso de esas predicciones
               perjudiciales para mí.
                     El visir y el otro acompañante atendían a mi padre entre signos de aprobación.
               Estaban de pie, y yo sentado, lo que me desasosegaba, porque preveía la importancia de lo
               que me iba a ser comunicado.
                     —Corren tiempos muy buenos para el Reino. Los reyes cristianos andan a la greña
               entre ellos y con Portugal; en cambio, nuestra economía está saneada, y nuestros súbditos
               viven tranquilos y felices.  Gracias a  mi gobierno, es fuerte la moneda; la agricultura,
               fructífera; los impuestos, tolerables; y el ejército, disciplinado y bien dispuesto. No se ven
               nubes en el horizonte. áTampoco se vieron durante los días del gran alarde, y cuando se
               vieron, no hubo remedio ya. De ahí que sea el momento ideal para iniciarte en las tareas
               políticas. Aquí están dos de las personas que te van a servir de guía en ese empeño. Sé
               que tienes ya bastantes conocimientos de escritura  y del  Corán; en adelante debes
               proponerte como punto de mira el de los príncipes nazaríes. La más alta instrucción es la
               que conduce al regimiento de nuestro pueblo: una forma de obtener el poder y de
               mantenerlo después en nuestras manos. Si respondes a esa exigencia, serás mi sucesor
               cuando Dios sea servido; si no respondes, otro príncipe te sustituirá en el privilegio. De ti



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