Page 54 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               tarde, pero rodeado por esas mismas circunstancias, y se  ensueña, por tanto, la  escena
               contemplada, de la que el sujeto forma ya parte y en la que contra su voluntad interviene. A
               mí  me ocurre con frecuencia esto último; hasta tal punto que he conseguido provocarme
               sueños de ninguna manera previsibles y que en absoluto me atañen. Por eso me esfuerzo
               en que las figuras sean ajenas a mí y sin la menor importancia; porque, de otra manera, se
               me imponen con tal vigor que caigo en donde no  quisiera, y me veo implicado en casos
               remotos que aspiraba a olvidar, en episodios que traté de abolir, en escenas violentas que
               un día sucedieron y me marcaron, o que no sucedieron y yo desearía que hubiesen
               sucedido...
                     En la actualidad me resisto a emplear tal recurso. Porque, piense en lo que piense, y
               cualquiera  que sea el  principio de la táctica utilizada para dormir, acabo soñando con la
               misma cosa. Sea una mesa con dos insignificantes y vulgares comensales, o una floresta
               donde dos amantes pasean y se detienen para acariciarse, o una elevada torre desde la que
               un espectador domina un panorama sin grandes perspectivas... Da lo mismo: acabo por ver,
               entre paños blancos y bolas de alcanfor, dentro de un arca que unas manos entreabren,
               sobre una bandeja cubierta con un lino que levantan unas manos de hombre o de mujer, o
               encima de un almohadón entre hermosas flores perfumadas, o en medio de dos hachones
               que han sido encendidos con prisa por una figura de espaldas, siempre, siempre, acabo por
               ver la cabeza, separada del cuerpo, de mi hermano Yusuf. Y oigo alzarse y arreciar el llanto
               de las mujeres por el otro Yusuf, el del Corán, y veo cómo ante su belleza se cortan las
               manos, y todo el sueño es ya un puro alarido del que quiero despertar y no puedo, un puro
               charco de sangre que, al incorporarme de un salto, me obliga a mirarme y a mirar alrededor,
               tan seguro estoy de que voy a encontrarme empapado de ella.


                     En la fiesta del Mawlid correspondiente a mis once años, a la vez que celebraba el
               nacimiento del Profeta, celebré, sin preverlo, mi entrada en la adolescencia; en ese laberinto
               confuso en  que el muchacho, solitario, no sabe a quién busca, y se extravía hasta que,
               frente a un ignoto espejo, se da de manos a boca consigo mismo.

                     Las doctrinas de Malik que nos enseñan en la madraza, los libros de la justicia y la
               religión misma consideran los bailes y las  canciones  como licenciosos y proclives a la
               inmoralidad.  De las casas donde hay esa clase de festejos acostumbran ausentarse los
               alfaquíes. Incluso mi padre, no muy cumplidor de las normas, cuando sale al frente de una
               algara, no permite tañer los instrumentos hasta atravesar la Puerta de Elvira.
                     Sin embargo, Granada ha hecho siempre oídos sordos a cualquier predicación contra
               la música. En ese día del Mawlid del que hablo no había ni un rincón sin ella.
                     Toda la ciudad era una resonancia vivaz y jolgoriosa.  Por dondequiera se oían los
               cantos andaluces que, desde que tengo noticia de mí, me enfervorizan: unos cantos que se
               levantan como varas de nardo, como afiladas lanzas y, de pronto, se desploman igual que
               las rapaces después de cernerse; se desploman quejándose y riéndose al mismo tiempo.
               No sé si esos cantos los encauzó Ziryab el bagdadí, al que en Córdoba llamaron “el Pájaro
               Negro”, pero siempre he creído que brotan de esta tierra como brotan las flores: de su clima,
               de su luz, de su conciencia de la muerte mezclada con el gozo de la vida.
                     Igual que brotaban en mi alma, a la expectativa de lo desconocido, aquella tarde.

                     En la Alhambra, el sultán celebraba una gran fiesta para los mayores, en todos los
               sentidos, del  Reino.  A nosotros,  no sólo a  Yusuf y a mí, sino a  algunos de nuestros
               hermanastros, nos permitieron asistir a otra, que ofrecía en su casa el hijo de un ministro.
                     Su nombre es Husayn, y no lo conocíamos porque había pasado los últimos años en
               Almería con unos familiares suyos dedicados al comercio por mar. Si me traslado a aquel
               atardecer que hoy veo tan distante, todavía me estremece su frío. Mientras atravesábamos
               la Alhambra para llegar a casa de Husayn, no lejos de la de los abencerrajes, yo hacía un
               gesto con el que levantaba en torno mío una barrera invisible: consistía en apretar por sus

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