Page 52 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Esta vez  cállate, y alcánzame, si puedes, la piedra de  alumbre; dijeron que era
               buena para casos como éste. Y no te afeites tú, que no sé si habrá para los dos.
                     Pero estaba claro que yo no tenía ni la más remota intención de afeitarme.

                     La ojeriza que nos manifestaba la prima Jadicha sólo era comparable a la que, por
               supuesto fingida, le manifestábamos nosotros a ella. Más tarde llegué a la conclusión de que
               ella fingía también, porque le avergonzaba, lo mismo que a nosotros, admitir lo contrario.
                     Un atardecer de abril la vimos bañarse, entre el vocerío de sus doncellas, en la gran
               alberca del Palacio de Mohamed II, uno de los más armoniosos de la Alhambra.
                     áLa  Alhambra poseía  muchas residencias reales.  Cada sultán, si su  reinado era lo
               suficientemente próspero y lo suficientemente prolongado, levantaba la suya respetando las
               de sus antecesores, salvo los casos de Yusuf I y Mohamed V, que las engrandecieron. La
               Alhambra era un ser vivo que crecía y se embellecía con el tiempo.
                     Hasta que, como a todo ser vivo, le llegó el día de la muerte. Por aquella época el
               palacio estaba vacío, ya que acababa de morir el alcaide que lo ocupaba y aún no se había
               asignado a nadie.  La rebelde muchacha, con la ropa mojada trasluciendo  su cuerpo,
               chapoteaba y reía entre la espuma, y surgía del agua verde como dicen los griegos que
               surgía Afrodita. Recordaba a las diosas que en algunas antiguas ruinas respetadas erigen
               todavía su belleza. Tanto nos impresionó a Yusuf y a mí que no nos atrevimos ni a mirarnos,
               y permanecimos mucho tiempo silenciosos y azorados, como si hubiésemos quebrantado
               una prohibición de la que nadie —tan evidente era— nos había advertido.
                     Nuestro amor mancomunado por Jadicha debía de conducir a alguna meta. En una
               pascua, no sé si la de  Alfitra o  la de las  Víctimas, formando parte de un grupo de
               muchachos, nos arrojábamos, como es costumbre, flores, dulces, aguas perfumadas,
               naranjas y limones.
                     Pero nunca nosotros a ella, ni a la inversa. De pronto, como si un árbitro del juego
               ordenase una pausa,  nos detuvimos los tres y nos miramos con  seriedad.  Yusuf y yo
               estábamos muy juntos. Jadicha alzó con vacilante lentitud una rosa blanca y luego la arrojó
               con fuerza hacia nosotros. Me golpeó en el pecho y, por primera vez en mi vida, sonreí a mi
               prima lleno de gratitud, de orgullo y de ternura.
                     Pero ella, cohibida, con la mano que había arrojado la flor ante la boca, dijo:
                     —No era a ti, perdona, no era a ti; era a Yusuf al que le quería dar.
                     —Pues eres tonta —le recriminó Yusuf—. Boabdil vale mucho más que yo.
                     Y arrojó al suelo la golosina con que se disponía a responderle.

                     Mi matrimonio con  Moraima ha  sido un éxito.  Al no llevar ella  mi sangre,  me
               proporciona la ausencia de emulación entre los dos y la seguridad en mí mismo que siempre
               he necesitado.  De niño ya exigía, por ejemplo, que mis nodrizas  —salvo  Subh, cuya
               parcialidad era indudable— me repitieran que me querían infinitamente más y más y más
               que a  Yusuf; si no, yo  no hubiese creído que me querían, por lo menos, igual.  Jadicha,
               prima mía, altanera y audaz, habría llenado mi vida de inestabilidad. Sin embargo, si hay
               una carencia dentro de mí (que ya se ha convertido en un pequeño descontento sin voz, que
               ni sangra, ni duele, ni rebulle), si hay noches en que siento una inconcreta insatisfacción
               dentro de mí, es por  no haberme casado con  Jadicha.  Ella es una de las poquísimas
               criaturas afortunadas, lo mismo que Yusuf, que he conocido; una de esas criaturas de las
               que la Naturaleza se enorgullece, y nos las deja contemplar de lejos, como un regalo que no
               nos ha sido destinado.

                     Hace sólo unas semanas entró en mi casa Yusuf, entre inquieto y complacido. Intuí,
               antes de que hablase, lo que me iba a decir.
                     —Ya sabes qué previsora es nuestra madre, y cuánto disfruta con el manejo de las
               vidas ajenas.


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