Page 47 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     De repente, vi flotar y entrechocarse varias sombras. Se proyectaban agrandadas —
               Nasim llevaba una luz— sobre los muros.  El eunuco apoyaba su mano libre sobre mi
               hombro, y, al seguir mi mirada, comprendió por qué me había detenido.
                     —Son murciélagos —dijo con ligereza.
                     A mí me pareció indecente gritar y descender como una exhalación las escaleras, que
               era lo que  el cuerpo me pedía; pero me refugié en el suyo, y él me  estrechó como si lo
               esperara. Yo entreví vagamente que por eso había avivado mi afán por visitar las salas de la
               Administración; pero ¿qué podía hacer?: allí estaban los murciélagos. Permanecí petrificado
               mientras, una vez dejada en el suelo la luz, Nasim me tomó entre sus brazos y me besó con
               devoto entusiasmo, al tiempo que sus entrecortados susurros me tranquilizaban.

                     —¿Que qué es un harén? —exclamó ante mi insistencia—. Ya lo sabes, y si no, te lo
               imaginas: un batiburrillo de mujeres que arden por pasar el mayor número posible de noches
               con su dueño.  No por  amor (en un harén no lo hay; si lo hubiera, lista estaría la que lo
               sintiese), sino por conseguir una preferencia, un favor, o simplemente un tarro de ungüento
               o de perfume, o un velo nuevo. A la que intriga en contra de la voluntad del amo, se le corta
               la cabeza, o desaparece una noche sin dejar huella alguna; a la que incordia, se la echa; a
               la que es repudiada, porque fue una de las cuatro esposas permitidas, se le proporciona una
               habitación fuera, a no ser que se resigne a su declive. En un harén las únicas contentas son
               las que aspiran sólo a acicalarse, gulusmear y estar ociosas, sin cuidarse de hijos, ni de
               comidas, ni de maridos, ni de suegras; las que aspiran sólo a chacharear, a oír músicas y
               canciones, y a aguardar engordando al dueño o al que traiga sus mensajes.
                     Era casi de noche cuando me introdujo en el harén.  La guardia nos observó con
               simpatía.  Era primavera avanzada, y no sé  ahora por  qué —y supongo que  entonces
               tampoco— yo estaba triste. Al desembocar en el segundo tramo de la escalera, se me salió
               una babucha.
                     Nasim, en cuclillas, la besó y me calzó de nuevo. Con el dedo índice sobre los labios
               me indicaba que guardara silencio, aunque la barahúnda que  venía de arriba era
               espeluznante: gritos, insultos, risotadas, músicas. Las alcobas de las concubinas daban a
               un pasillo no muy ancho, cuyo zócalo imitaba con pintura la azulejería de los salones del
               palacio.  Yo veía a través de una ventana  moverse los laureles de un patio, y eso me
               entristeció más aún. A la altura de una puerta, Nasim dijo:
                     —Ésta era la habitación de Soraya, al principio. Ahora vive una negra.
                     Salió, en efecto, la negra.
                     Era alta y flexible, con una boca grande y la nariz aplastada. Me pareció imponente,
               pero no repulsiva.  Llevaba unas  cintas de colores prendidas en su pelo arracimado, y
               sonreía de modo tan total que la sonrisa le rebosaba de la cara y le resbalaba cuerpo abajo.
                     Se conoce que estaba en connivencia con Nasim, porque éste le dejó en las manos un
               minúsculo paquete, y recibió a su vez algo que yo no vi. En el patio del harén se erguían dos
               columnas de mármol muy oscuro que jamás he olvidado. Ignoro la razón; acaso porque las
               asocié a la concubina negra. A la salida tropecé con una viga atravesada que sobresalía, sin
               duda el sostén de una de las cúpulas que coronan los salones de abajo. El leve dolor del pie
               me distrajo de la tristeza, que alguna subterránea relación guardaba con mi madre.
                     Es cuanto recuerdo de aquella visita. Y el llanto de uno o dos niños de pecho, y el
               trasiego de nodrizas, criadas, gruesas tañedoras, bailarinas —que quizá no eran tales, sino
               concubinas del propio harén— y una vendedora, anciana y desdentada, de encajes y
               abalorios. Al bajar el primer tramo de la escalera, pensaba en la fatiga de mi padre para
               tener satisfecho a tal hato de hembras; aunque, por mi edad, no me fijaba en otra
               satisfacción que la del simple y vulgar mantenimiento.

                     Lo que más me maravillaba de  Nasim era  su capacidad para eclipsarse cuando
               alguien respetable aparecía. Mi hermano Yusuf se eclipsaba un momento y más bien por
               diversión, pero Nasim se evaporaba. No se tenía la sensación de que hubiera desaparecido,


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