Page 43 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Ciegos y embravecidos por el odio y el ansia de botín, consiguieron entrar en aquel
               primer cuerpo de la Alhambra incipiente y matar a Ibn Nagrela. Después pasaron a espada,
               cómo no, a todos los judíos de la ciudad, aunque alguno quedó, como sucede siempre.
               Alguno, en efecto, que no tardó en hacerse con las riendas del nuevo gobierno.
                     Mira, pues, Boabdil, cómo este relato veraz demuestra que la Alhambra es obra de la
               previsión y el poder de un hombre de mi raza.
                     Y reía el buen Ibrahim de sus propias palabras, que a pies juntillas yo creí, ya que
               nada más lejos que la mentira de una persona tan pulcra y tan honrada.

                     Ibrahim tenía tantos hijos como tribus Israel. Su prole era numerosísima; como si sólo
               a él se le hubiese encomendado la perduración de su pueblo. Vivió muchos años.
                     Hace uno sólo que ha muerto, o mejor, que se ha extinguido, según la Naturaleza que
               a él le complacía respetar, entre el amor de su familia. Espero que en la Sión celestial lo
               recibieran el Coro de los Ancianos y la bienvenida de Yahvé. Sin embargo, confieso que
               siempre he considerado a Yahvé poco propicio a ofrecer bienvenidas.

                     El eunuco Nasim.

                     La primera vez que tropecé con él fue a causa de un tropiezo. Me explicaré mejor. Mi
               hermano  Yusuf y  yo jugábamos una tarde en los jardines que hay ante el palacio de
               Mohamed V, donde está la fuente de los leones. Las dependencias de la Secretaría habían
               sido ya cerradas, y nos entreteníamos viendo a los administradores y a los secretarios, con
               ese aire contrito e impersonal que caracteriza a los que escriben  mucho, arqueada la
               espalda, de asuntos que no les interesan. Yusuf y yo entramos en “la sala de la ayuda”. (La
               llamábamos así entre  nosotros porque sus muros tienen grabada de suelo a techo una
               misma aleya, que inicia esa palabra, con la reiteración que pusieron en su quehacer los
               decoradores de la  Alhambra.  Una reiteración que produce cierto mareo, como si uno
               estuviese rodeado de infinito, a  fuerza de  mirar las  mismas frases innumerablemente
               repetidas.) Corríamos uno detrás de otro, acosándonos y agarrándonos de la ropa. Yusuf
               me había desgarrado una manga, y yo, con un agudo grito, me desprendí de él. Pasé entre
               unos cuantos secretarios sin mirarlos, y todos se apartaron.  Menos uno, contra el que
               choqué de forma irremediable. Asiéndome del cuello, me dio una bofetada. Levanté los ojos
               desconcertado, y vi que era el sultán.
                     —¿De quién es este niño?
                     —De la sultana Aixa, señor —dijo una voz.
                     —Pues dile a la sultana que lo eduque mejor; que le prohíba alborotar y gritar como
               una mujerzuela.
                     Y apréndelo tú mismo.
                     Luego continuó despacio entre su comitiva, hablando de algún tema de mayor interés.
                     Yo permanecí inmóvil y azorado.
                     Yusuf había desaparecido, lo que hacía con admirable habilidad.
                     Sólo estaba a mi lado el dueño de la voz, que me conocía, aunque yo lo desconociera.
               Era blanco como el arroz con leche, de labios rojos y delicada cara casi infantil; rubio y sin
               barba, y de buena estatura, aunque no tenía el cuerpo tan fino como el rostro. Un rostro que
               en aquel momento me sonreía con un asomo de confabulación.
                     —Me ha confundido con uno de tus ayos. No me disgustaría serlo, porque eres muy
               agradable. ¿Qué haces aquí a estas horas?
                     —Jugaba —respondí.
                     —¿Tú solo? ¿No tienes amigos?
                     ¿De quién huías? —Y concluyó riendo—: ¿De ti mismo?
                     —Sí.


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