Page 40 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Era en  Alhama donde las razones de  Ibrahim, respetuoso investigador de la
               naturaleza, mejor se comprendían.

                     áReleyendo lo anterior, me viene a la memoria algo que  quizá nunca olvidé.  Unos
               años después de aquéllos a los que se refieren estas líneas, al salir de las termas romanas,
               que se habían conservado con sus hermosas esculturas, divisé a un muchacho tan grácil
               que nada tenía que envidiar a los modelos de ellas. Para entablar conversación, le pregunté
               no sé qué. Y él, al ver de cerca al príncipe heredero, sobrecogido y tembloroso, no logró
               responder. Volvió la espalda y huyó. Yo me quedé a solas, observando un rebaño de cabras
               que trepaba por la otra orilla del río.
                     Especialmente me fijé en una, coja, que se esforzaba en seguir a las demás, y
               renqueaba, y permanecía la última siempre, arreada por el pastor, y se detenía un momento
               a descansar y considerar su mala suerte, y continuaba avanzando, fatigada y pesarosa, con
               su pata delantera rígida e inútil. No sé por qué —o sí— recuerdo con tal viveza hoy a ese
               muchacho ágil que huía, y a esa cabra inválida que no podía aligerar.

                     Ibrahim era muy religioso, y acudía a todas partes con una bolsa en que transportaba,
               además de las medicinas más habituales,  la  Biblia y la  Misná: para consultarlas si lo
               precisaba, o sólo para sentirse acompañado.  Él cumplía los preceptos de su religión con
               estricta observancia, y respetaba a los que cumplían con estricta observancia los preceptos
               de la propia.
                     Cuando se declaró la epidemia de peste, la gente la atribuyó a una conjunción nefasta
               de tres astros, y hasta algunos colegas de Ibrahim la juzgaron un azote divino descargado
               por nuestros pecados.  Sin embargo,  Ibrahim,  tan religioso, entendió que todo  eso eran
               tonterías, y que se imponía trabajar sin descanso en  contra de planetas y de azotes.
               Pregonó los peligros del contagio y la importancia del aislamiento de los enfermos; mandó
               hervir o quemar sus trajes y sus utensilios, y hasta los zarcillos de las mujeres; prohibió
               concurrir a los baños públicos que dispersaban la contaminación, y, en una palabra, atribuyó
               el mal a causas naturales, avivadas por la falta de higiene y por el hacinamiento y escasez
               de viviendas.

                     Él sabía que los de su raza habían sido —y serán, afirmabaperseguidos en Granada y
               en muchos otros reinos.  Y sabía que, en ocasiones, dieron motivos de persecución a un
               pueblo empobrecido por usuras, por tributos  que en gran parte ellos cobraban, y por los
               altos precios que debía pagar a  los profesionales judíos cuando los requería.  Ibrahim
               habitaba en la judería, el barrio que trepa por la  Antequeruela —donde se refugiaron los
               fugitivos de  Antequera cuando la toma por  el infante don  Fernando— hasta las  Torres
               Bermejas.
                     —Así —decía—, estoy dispuesto a venir en cuanto me llamen. Basta tocar un silbato
               desde la Alhambra para que yo lo escuche.
                     Y, en efecto, comparecía al instante con su bolsa repleta de hierbas, de remedios y de
               libros sagrados.
                     Se reconocía de la escuela de Ibn Zarzar, un judío famoso que fue médico de Pedro I
               de  Castilla, y luego embajador suyo en  Granada ante  Mohamed  V, cuyos destierros y
               retornos siguió para conservar la vida. Ibrahim estaba orgulloso de su antecesor, como físico
               y como hombre brillante partidario de dejar obrar a la naturaleza y despejar de obstáculos su
               acción.  Él  mismo era también hombre de gran predicamento; incluso,  según oí, un
               respetado talmudista, consultor de sus compañeros de raza en las situaciones nebulosas
               que a menudo suscitan sus escrupulosísimas leyes.  Y más de una vez le escuché dos
               afirmaciones. La primera, que, para los andaluces, la religión es más que nada una cuestión
               de liturgia.
                     —Y hablo de cualquiera de las tres religiones —puntualizaba—.




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