Page 37 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Fue un mediodía.  Acababa de evitar un encuentro con  Muley, que venía de frente
               hacia mí, no lejos de la rauda donde yacen los antepasados, y el corazón me latía tan fuerte
               que tuve que recostarme en la pared. Pasado el peligro, casi veía aún su chilaba azul inflada
               por la jiba, cuando por el otro lado, exactamente por el lado contrario de la calle, apareció
               otra vez  Muley.  Dejó caer su terrible mano sobre mi hombro, y  yo supe que estaba
               completamente perdido y que allí mismo me estrangularía. Sin embargo, aquella mano subió
               hasta mi cuello y mi mejilla con una suavidad inesperada.
                     —Creí que éramos amigos desde el otro día; por lo que veo, no es así.
                     Tartamudeando de miedo le pregunté:
                     —¿Es que tú quieres ser amigo mío?
                     —No deseo otra cosa. Si me das permiso, te acompaño donde vayas.
                     —No voy a ningún lado. Sólo huía de ti.
                     —Ése será un trabajo que te ahorrarás de ahora en adelante.

                     Nadie me había fascinado tanto como él con sus relatos fabulosos.
                     Nadie como él despertó en mí el deseo de viajar y conocer tierras exóticas, remotos
               paisajes, gentes nuevas de costumbres insólitas, animales y flores recién estrenados por
               mis ojos. Por desgracia, hasta ahora no he podido realizarlo.
                     —Yo,  Boabdil, como la granada y  como tú, coronado nací.  Pertenezco a la familia
               imperial de Etiopía, más antigua que el mundo, que se vio destronada por otra, enemiga
               aunque no de distinta sangre, hace ya quince años. Todos mis hermanos murieron; pero yo,
               a quien, por mi  monstruosa apariencia confundieron con un esclavo desechable, logré
               escapar de la matanza. Eso prueba cómo nunca se sabe qué es lo malo o lo bueno, qué lo
               que cae y qué lo que se eleva, y cómo hay algo siempre peor que lo peor. A mí, que me
               quejaba a los dioses de mi pueblo, antes de convertirme, por haberme hecho deforme  y
               repugnante, quién me iba a decir que un día daría gracias al amor de Dios que, bajo este
               disfraz, salvó mi vida. Mi nombre no es Muley; o a Muley debería seguir mi propio nombre.
               Soy Fawcet, príncipe de Etiopía, aunque un príncipe sin reino no es más que un vasallo que
               ha de ganarse el pan y la consideración ajena, y mirar siempre el rostro de quien manda
               para procurar aligerarlo de nublados. Dicen que engendra alegría beber en vasos de oro y
               oler narcisos; dicen que sentarse a la vera de un río junto a una mesa de arrayán cura la
               melancolía.  Yo, como copero de farsa que soy, sigo esas recomendaciones, salvo la de
               beber vino, porque acato los preceptos del Profeta; pero lo único que con ello se consigue
               es reavivar los recuerdos de cuanto se tuvo y se perdió. A pesar de todo, he aprendido de
               los andaluces la mejor lección: disminuir las necesidades para disminuir las fatigas que
               cuesta satisfacerlas.  Y  así he llegado a necesitar muy pocas cosas,  y esas pocas, muy
               poco.  Porque la verdadera felicidad no está en tener,  amigo mío, sino en  ser y en no
               necesitar.

                     Yo le planteaba la cuestión de si podría alguna vez sentarse en su trono familiar, y de
               si habría acertado al huir tan lejos de su patria.
                     —Nadie —me contestaba— puede retener un reino sin contar con sus pobladores.
               Quizá mi familia gobernó mal, y los súbditos se sacudieron su yugo para siempre. Pero no
               hablemos del pasado: contar una catástrofe es como perecer de nuevo bajo ella. He visto
               demasiada  hermosura en el universo como para entristecerme porque sólo yo sea feo y
               desdichado.  Cuánto me gustaría enseñarte lo que llamas mi patria.  Yo nací en el mismo
               macizo montañoso en el que nace el Nilo Azul. Siguiendo su sendero de agua atravesé el
               Sudán y el  Egipto de los mamelucos y de los fatimíes.  Serví para lo que me  mandaron
               servir, y complací a quienes me asalariaban. He sido esclavo libre tantas veces, que ya no
               veo diferencia entre la libertad y la esclavitud. He desempeñado oficios tan distintos, que
               podría naufragar en una isla solo y saldría adelante. He tratado gente tan diversa, que nada
               hay ya que logre sorprenderme. Sin embargo, añoro aquí, ante esta ciudad tan bella que un
               día heredarás, las dimensiones de mi tierra.  Añoro la lenta majestad de los leones, la
               serenidad indiferente y rayada de los tigres, los indescriptibles plumajes de las aves. Añoro
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