Page 32 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —En Castilla —nos dijo a mi hermano y a mí una tarde, entre bocado y bocado— os
               llamarían moritos.
                     —No marees con insensateces a los niños —le previno doña Minia.
                     —Si es verdad: son moritos.  Y tú eres también mora, de modo que no te pongas
               moños.
                     —Deja de impartir calificaciones, José —así lo llamó en esta ocasión—. No siembres
               la discordia en tu propia familia —alargó la mano y le acarició maternalmente la papada—.
               Come y calla, niño mío.
                     —¿Por qué nos llaman moritos  en  Castilla, tío  Yusuf? —pregunté cuando la
               conversación ya navegaba por otros derroteros.
                     —Porque lo sois. Yo soy morazo, y vosotros, moritos. Para que dejen de serlo, allá les
               vierten a los críos agua sobre la cabeza pronunciando unas palabras mágicas.
                     —¿Y se vuelven rubios?
                     —No; sólo se mojan.
                     —¿Cuáles son las palabras?
                     —Yo te bautizo, dicen, en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.
                     —Porque ellos tienen varios dioses, y nosotros uno sólo —aclaró mi hermano, que era
               mejor discípulo de los alfaquíes que yo.
                     —Dejaos de irreverencias —insistió doña Minia—. No me gusta, José, que hables a
               los pequeños de problemas teológicos. Cada cual se salva o se condena con arreglo a su
               propia religión y a su propia conducta.
                     —Ése sí que es un problema teológico —comentó el tío entre risas y con la boca llena.
                     —No te rías mientras comes, Yusuf: está muy feo. Claro que, si hicieses caso de esa
               elemental norma de cortesía, no te reirías nunca.
                     Y rieron los dos. Pero mi curiosidad estaba ya picada.
                     —¿Por qué moritos? Nosotros somos andaluces, ¿no? Somos igual que ellos, pero
               nacidos en el Sur.
                     Si les disgusta nuestra tierra, ¿por qué bajan a quitárnosla? O a querer quitárnosla,
               porque nunca lo conseguirán, ¿verdad, doña Minia, tú que has nacido allí?
                     —Esperemos que no. Las cosas están bien como están —respondió ella, mientras le
               alcanzaba una servilleta muy blanca a su marido para que se limpiase un chorrito de grasa
               que le resbalaba por la sotabarba.
                     No obstante, aquella conversación y el apelativo de moritos me había perturbado, y
               procuré enterarme de  su fundamento.  Interrogué a quien se dejaba, y fui cansándolos a
               todos, que terminaron por no escucharme o por no contestarme.
                     Me enteré de que nosotros practicábamos una religión diferente, o sea, que nuestro
               Dios era distinto del suyo; que el suyo tenía tres cabezas, y que nuestra raza era también
               distinta, pero muchísimo más perfecta. Sin embargo, las cosas no me parecían tan sencillas.
                     Primero, por las habladurías de que el tío Yusuf era un poco cristiano, y su única mujer
               —porque él no tenía ninguna concubina—, algo musulmana. Y segundo, porque nosotros no
               pertenecíamos, aunque se dijera lo contrario, a una sola raza.

                     Mis investigaciones y reflexiones sobre el tema se han ido acumulando; de ahí que ya
               ignore cuánto averigüé entonces y cuánto más tarde. No me refiero a la casa real de los
               beni nazar, cuya pureza no pone nadie en duda, por lo menos ante nosotros, sino a la raza
               de los granadinos en general. Aquí están los descendientes de los bereberes iniciales, tanto
               de la tribu sinaya como de la zanata (de éstos procedía la estirpe zirí, que gobernó Granada
               a la caída del califato  omeya).  Y  están los que, cada cual de su padre y de su madre,
               vinieron a refugiarse desde los territorios conquistados por los cristianos. Y están los árabes,
               más o menos puros, que no pasarán de cincuenta, y que miran al resto por encima del
               hombro. Y los africanos acogidos, bien porque huían de los califas de Marruecos o de Túnez
               o de Tremecén, bien porque vinieron a ayudarnos en las guerras santas. Y los religiosos
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