Page 27 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               alhelíes. Cuando cogía el trotecito, era capaz de subirte a la Alpujarra en menos de lo que
               canta un mirlo. ¿No había de tener yo caballos? ¿O es que yo no soy amigo de tu padre?
                     —Pero ¿mi padre y mi abuelo se llevaban bien?
                     Yo había oído comentarios que a un niño, por muy simple que se le suponga, siempre
               se le quedan grabados. Trataban de reyertas o desagradecimientos familiares.
                     —Mira, reyecito, eso era cosa de ellos. Yo fui amigo de tu abuelo, y soy el mejor amigo
               de tu padre. ¿Cómo no iba a tener yo caballo? ¿O, entonces, qué fue lo que me pasó?:
               ¿que se me cayó en lo alto el caballo de un cristiano y me rompió la pierna? Si me permites
               decírtelo, eso es sencillamente una suposición.
                     Yo, por muy pequeño que fuese, llegué a la consecuencia de que lo que él llamaba
               suposiciones es lo que llaman los demás realidades; pero un niño, igual que Faiz, nunca
               distingue cuándo acaba una suposición y cuándo empieza una realidad.
                     —A tu abuelo lo apodaban los cristianos “Cereza”, que es una fruta  roja, pequeña,
               muy rica de comer, que crece en un gran árbol que a finales de la primavera se pone como
               un milagro de Dios.
                     —”¿Cereza?” ¿Y por qué “Cereza”?
                     —Porque le decían Cidi Sad; pero, como ellos no saben hablar, le acabaron por llamar
               “Cereza”, lo mismo que a tu padre le llaman Muley Hacén. Ellos son así.
                     Tienen una lengua muy dura, que no pronuncia bien; igual que las urracas... Pero tu
               abuelo “Cereza”, antes de que tu padre se aliase con los abencerrajes para destronarlo, lo
               que quería era firmar treguas con los cristianos y comerciar con ellos, porque Granada se
               había quedado pobre. Pero tu padre es de otro modo de pensar.
                     Él quiere la guerra y las victorias; él no quiere el comercio, ni las treguas, ni los
               tributos.
                     —Y tú, ¿qué es lo que quieres?
                     —Yo, según. En la época de tu abuelo, prefería el comercio.
                     Ahora, la guerra. Pero ya no puedo ir a ella.
                     —¿Y en el ojo? ¿Qué te pasó en el ojo?
                     Él tenía un gran leucoma que se lo blanqueaba entero. Pasado tiempo, yo tropecé en
               una antología de Ibn al Jatib con unos versos de Malik Ibn al Murahal:

                     “Miraba con una pupila en la que había una nube, pero siempre se resistía, incrédulo,
               a aceptar la verdad, porque, en cierta ocasión, Al Sairafi había exclamado al verlo:
                     ‘He aquí un contraste de plata que sirve como piedra de toque’“.

                     Algo semejante es lo que le sucedía a Faiz. Cuando alguien aludía a su ojo, él miraba
               con el otro a lo lejos y cambiaba de conversación, o enmudecía, o simplemente se iba. El
               caso es que nunca nadie consiguió que inventara ninguna fantasía como las que inventaba
               para explicar la pérdida de su pierna. Y eso que le habría costado poco esfuerzo. Subh me
               lo advirtió:
                     —No le preguntes por su ojo a Faiz; no te contestará. Fue su segunda mujer que, con
               la mano del almirez, le dio un porrazo una noche en que llegó borracho. Y tan presente tiene
               el golpe, que no se atreve todavía a inventar otra historia.
                     Pero Subh se reía con tal gana, que hasta yo deduje que tal explicación también se la
               acababa ella de inventar.

                     —Cuando el copero del rey me dio la cuchillada en esta pierna (el copero de Enrique,
               al que llaman “el Impotente”, y por algo será), cuando me la dio... En la pierna que me falta,
               si me permites que te lo diga... Cuando me la dio oportunamente, vi saltar mi pie solo, sin
               dueño, y le dije: ‘Ve con Dios’, porque hasta entonces nos habíamos llevado bien, y siempre
               me condujo por la buena senda, aun en las noches esas en que no sabes si la pared te está

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