Page 31 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               hasta el mal funcionamiento de una glándula que decía que se hallaba en el cuello, aunque
               mi hermano y yo dudábamos que eso fuese posible, dado que el tío Yusuf no tenía cuello.
                     Ibrahim, especializado en atenderle, le sermoneaba sin cesar, incapaz de hacer nada
               mejor por el desobediente.
                     —El estómago es la residencia de toda enfermedad, y la curación ha de empezar por
               la cabeza. Hasta la peste negra, el más inevitable látigo de la humanidad, se combate con la
               dieta; cuánto más una simple obesidad como la que, por tus pecados, tú padeces.
                     Al oír llamar simple obesidad a  su infinitud,  Yusuf rompía en carcajadas que lo
               ahogaban, lo congestionaban, y lo ponían a punto de destrozar el monstruoso trono en que
               vivía.
                     —Mientras no te abstengas de salazones y pasteles, mientras no reduzcas tu ración
               de pan (y éste hecho de harina sin cerner, con sal y levadura en dosis razonables, amasado
               con vinagre y mojado en agua), yo no podré iniciar mi tratamiento.
                     El tío Yusuf se sofocaba de risa sólo con imaginarse comiendo las inmundicias que el
               médico le recomendaba, o absteniéndose de comer las exquisiteces que solía.
                     —Si lo tuyo fuese la gota, habríamos empleado, de haberlo consentido tú,
               cataplasmas de bulbos de cólquido, aplicadas sobre la grasa en fresco o por medio de una
               pasta de cólquido seco molido.
                     Pero tú te niegas a todo... Resígnate, por lo menos, a comer carne con moderación,
               mejor de aves de corral, nunca de caza, y a no beber sino agua bien fría con un chorreoncito
               de vinagre para limpiar los  conductos corporales.  Podrías comer, eso sí, manzanas
               amargas, ajetes tiernos, zumaques, uvas en agraz, jugo de limón, verduras que te aligeraran
               el vientre, peras y granadas bien maduras, ciruelas, higos, dátiles...
                     —Ya como todo eso. ¿Y legumbres? —preguntaba el tío  Yusuf por chanza, sin el
               menor propósito de obedecer al médico.
                     —Zanahorias, lentejas, garbanzos y calabacines —replicaba éste con seriedad y con
               la ilusión de ser un día escuchado.
                     Para mantener el corazón, cansado como estaba de proporcionar sangre a tan
               inmensa humanidad, le suministraban sin interrupción cordiales y tisanas, cocimientos de
               hierbas y de bayas, y  jugos de plantas aromáticas que  amortiguaban el amargor de las
               medicinas extraídas de otras plantas aromáticas.  Es decir, entre lo  que comía y lo que
               tomaba para impedir que lo que comía lo matara, el tío Yusuf no disponía ni de un momento
               libre.
                     Cuánto nos entretenía a mi hermano y a  mí  asistir al incesante trasiego de platos,
               fuentes, cuencos, jarras, salvillas y bandejas, que un aluvión de criados acercaba o retiraba
               en las proximidades del sillón.

                     Era tanto el amor que me profesó siempre el tío Yusuf, aun antes de nacer yo, que en
               la fiesta de mi circuncisión fue su voluntad estar presente.
                     —El niño —dijo con buen humor—, por esta purificación aumentará su hermosura, del
               mismo modo que aumenta la luz del cirio cuando alguien despabila su mecha.
                     Según me relataba  Subh, nadie podrá olvidar el jaleo que se armó en el protocolo
               cuando compareció doña  Minia, enjoyada y muy tiesa, precediendo a una especie de
               catafalco, formado por unas andas repletas de cojines, sobre el que navegaba la mole del
               tío Yusuf.
                     Él movía levemente las esferas de sus manos para saludar a la multitud, que nunca lo
               había visto hasta ese instante.  Dada nuestra costumbre de construir no muy anchas las
               puertas de las casas y protegerlas con un recodo, para que la procesión de doña Minia y el
               tío Yusuf cupiese por la entrada de la torre, fue preciso derruir un muro entero y echar abajo
               el arco principal por el que había de emerger tan egregio asistente en sus no menos
               egregias parihuelas.



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