Page 34 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     No sé qué  tendrán que oponer a  esto los cristianos,  los árabes o  los judíos; los
               andaluces somos diferentes de todos ellos.  Y, en cualquier caso, como dijo el califa  Alí,
               yerno de Mahoma, ‘en el curso de mi larga vida he observado que a menudo los hombres,
               más aún que a sus padres, se parecen al tiempo en el que viven’.
                     Todos los humanos, sólo por serlo, tienen tanto en común que las diferencias  me
               parecen mínimas.
                     ¿No es mayor la que  hay entre un tigre y un lince que  entre mi padre y  Muley “el
               Negro”, por distintos que sean su estatura, su religión, su color y su fortuna? Más diferencia
               veía yo, por su forma de vida, entre mi tío Yusuf y Faiz el jardinero que entre el imán de la
               mezquita de la  Alhambra y un hombre que solía subir  por la  Antequeruela, y que me
               señalaron como sacerdote cristiano.

                     Tanto me conmovió en aquel entonces este tema que quise comprobar los efectos de
               los ritos que el tío  Yusuf nos describió.  Un anochecer fui en busca  de un eunuco que
               conocía, del que después escribiré, y le rogué que me bautizara. Él no sabía cómo, pero yo
               le dije lo que había escuchado. Lo conduje a una fuente cercana a la Torre de Mohamed, el
               Fundador de la Dinastía (una torre a la que iba mucho, atraído por las pinturas que en ella
               se encontraban); le supliqué —él miraba a un lado y a otro, resistiéndose a mi caprichoque
               tomara agua con las manos, y que la vertiera sobre mi cabeza repitiendo lo  que yo le
               apuntase.
                     Recuerdo que, impaciente, lo taladraba con los ojos, y detrás de él veía el Generalife
               y, más alto, el Palacio de la Quinta, y el cielo muy oscuro, porque venía la noche con mucha
               rapidez. ‘Yo te bautizo —él repetía _’yo te bautizo_’— en el nombre de nuestro padre, de
               nuestro hijo y de nuestro hermano santo’. Cuando concluyó la ceremonia, me apresuré a
               mirarme en una alberca próxima, pero nada veía en el agua negra. Y fui corriendo en busca
               de un espejo, y allí estaba mi cara, igual que la había visto siempre, aunque con el pelo
               empapado: mis ojos de color verde oscuro, demasiado grandes para el tamaño de las
               mejillas, mi nariz corta y recta, y mis labios quizá en exceso abultados. Ningún cambio se
               había producido en mí a pesar del ceremonial.

                     Un día, inopinadamente, nos prohibieron a mi hermano y a mí acercarnos en adelante
               a la torre en que vivía el tío  Yusuf.  Yo creí que sería por algo de los cristianos y de  mi
               bautismo, y me arrepentí de la apostasía que siempre, hasta ahora, había mantenido
               secreta. Pero la prohibición no sólo nos afectó a nosotros, sino a todos los habitantes de la
               Alhambra, y provocó una alteración de las costumbres. El médico Ibrahim fue a vernos a mi
               hermano y a mí una mañana muy temprano.
                     Estaba descompuesto, alborotado el pelo, y con el rostro demacrado de fatiga. Nos
               examinó con detenimiento los ojos y las uñas; le preguntó a los ayos si andábamos bien del
               vientre; nos recetó unas pócimas a mitad de camino, según dijo, entre los evacuatorios y los
               astringentes.  Y entonces fue cuando nos enteramos de que se había declarado una
               epidemia de peste, y de que el tío Yusuf había sido su primera víctima.

                     Doña Minia decidió trasladar a su tierra el cuerpo de su marido.
                     El negro Muley, un amigo mío que se ocupaba un poco de todo, supongo que para no
               ocuparse seriamente de nada, fue encargado de quemar las pertenencias del  muerto,
               desinfectar la torre, y disponer un carromato, tirado por cinco mulas, para el transporte del
               cadáver embalsamado.  Yo quise  despedirme de él, y  me lo enseñaron, desde el piso
               superior, a través de un mirador acristalado en colores. Esperaba ver al “Gordo” manchado
               de azul, verde, rojo y morado. No fue así: lo vi a través del hueco dejado por un cristal roto, y
               ya no estaba gordo, sino al revés, delgadísimo y alto como una torre caída, y con un sudario
               blanco que recortaba aún más su silueta. Arrodillada junto a él, doña Minia rezaba pasando
               las cuentas de un rosario, que —digan lo que digan— es igual que los nuestros.



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