Page 30 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Y los dos se miraban, cómplices, y se sonreían con una expresión de cariño tal que
               me causaba una profunda envidia.
                     No tenían hijos, y nos adoraban como si lo fuésemos a mi hermano Yusuf y a mí. Nos
               regalaban toda clase de juguetes;  en los envíos que recibían de la  Cristiandad siempre
               había algo para nosotros.
                     Por las fiestas del  Año  Nuevo, de la  Ruptura del  Ayuno, de la  Primavera, nos
               sorprendían con animalillos de cerámica o de plata.
                     Recuerdo las jirafas, de las que llegué a tener hasta cuarenta, con un especial cariño
               por ser un animal que yo nunca había visto, y que sospechaba además que no existía en
               ningún país de la Tierra. Quizá lo que más ansiaba entonces era tropezarme con una jirafa,
               mucho más que con un león o con un elefante, en los bosques de la Alhambra.

                     Mientras que el tío Yusuf era sonrosado y rubiasco, doña Minia, contra lo presumible,
               era morena, de ojos menudos, negros y muy vivos. El tío Yusuf consistía en una bola grande
               con otras menores a su alrededor: cabeza, brazos, piernas, manos y pies. Más que en la
               torre, habitaba en un imponente sillón horadado, dispuesto muy en alto para que los criados
               que se cuidaban de limpiar la letrina pudiesen realizar su tarea. Una vez por semana, entre
               siete u ocho de ellos lo apeaban, lo lavaban, le mudaban la ropa, y, en tanto aljofifaban y
               perfumaban el asiento, lo sostenían para que anduviese cuatro pasos contados. Pero ésta
               era una ceremonia muy íntima, que nunca vi.
                     Mi hermano y yo temíamos que, si se caía del sitial donde estaba instalado, rodaría
               hasta llegar por la pendiente del bosque al río, y allí el agua no podría moverlo de ninguna
               manera, y le brotarían  plantas y árboles sobre la barriga,  hasta formar una colina nueva
               entre la Alhambra y el Albayzín.

                     Yo tenía un gato que atendía, aunque no mucho, por “Luna”. Su nombre vino porque
               el tío Yusuf nos refería muchos enredos cuyo protagonista era don Álvaro de Luna, visir y
               valido del rey Juan. Mi intención fue ponerle “Juan” al gato, pero doña Minia me advirtió que
               sería una falta de respeto, y que la grandeza de un pueblo se demuestra por el respeto que
               tenga a sus enemigos, y que, si los empequeñecemos o los ridiculizamos, somos nosotros a
               la larga los que salimos peor parados. Y por si era poco, el gato resultó ser gata, con lo cual
               ponerle “Juan” o “Álvaro” habría sido un contrasentido.  Para esa gatita, que era pelirroja
               como el tío  Yusuf, me regaló el  matrimonio un cascabel de oro, que ella se apresuró a
               perder, aunque hubo quien receló  que cualquier criado pudo haberlo cogido, porque era
               cosa de orates ponerle cascabeles de oro a  un gato.  Sin embargo, el matrimonio siguió
               regalándome un cascabel tras otro, cada vez que “Luna” los perdía, hasta que se perdió ella
               misma, con lo cual se acabaron los gajes del ladrón de los cascabeles.

                     Era una pareja imperturbable, supongo que por las condiciones físicas de él. (Y aun de
               ella, que también era gorda, aunque, comparada con su marido, resultaba casi esquelética).
               Cada vez que nos presentábamos en la torre nos recibían con el mismo calor que el primer
               día, y desaparecíamos entre sus enormes abrazos y sus besos.
                     Después nos sentábamos para  ver comer al tío  Yusuf, cosa en la que él nos
               complacía con muchísimo agrado.  En torno suyo había innumerables ataifores  con una
               increíble variedad de manjares: salados, dulces, ácidos y hasta agrios.
                     —  El ser  humano está mal terminado: sólo  es capaz de distinguir estos cuatro
               sabores. Cuánto mejor sería que, en lugar de dedicarse a la guerra y a otras majaderías, se
               concentrase en aprender a combinarlos con más diversidad y sutileza.

                     Con la comida, por supuesto, era muy exigente, y no sólo en cuanto a la cantidad;
               pero, en último término, no desechaba ningún plato por mal condimentado que estuviese,
               porque era presa de una fruición como nadie podría concebir. El médico Ibrahim no disponía
               de armas frente a él.  Le había diagnosticado muchas enfermedades: desde hidropesía

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