Page 35 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     El negro me contó que doña Minia pidió llevarse también la losa funeraria de mármol
               blanco que mi padre había mandado hacer.
                     —Como el  peso de mi hermano ha disminuido tanto, no  perjudicará  añadirle el del
               mármol.  Que esa cristiana gallega (por  Dios, que los gallegos en  Andalucía no  han sido
               nunca sino esclavos cargadores) se lleve las  dos cosas.  Ni la estela ni mi hermano nos
               servirían aquí ya para nada. Y doña Minia, tampoco. Lo mejor es que los tres desaparezcan
               —dijo mi padre.
                     Y así fue.

                     El negro Muley

                     Era la persona más horrorosa que había visto en mi vida.  Más aún que  Faiz.  Le
               llamaban Muley por burla, porque “muley” quiere decir ‘señor’. De todas formas, él no era un
               esclavo, sino alguien que uno de la familia abencerraje había traído desde un pueblo de los
               montes de Málaga, donde pertenecía a una comunidad musulmana muy severa.
                     O, por lo menos, eso se chismorreaba en la Alhambra, donde se chismorreaba todo
               de todos.  Por su inteligencia y un  evidente don para contar historias, había ascendido  a
               donde estaba ahora, bastante arriba en el servicio de mi padre. Convencido de su fealdad,
               no le extrañaba el espanto que de entrada causaba en cuantos lo veían.  Tenía los ojos
               redondos y saltones, con venillas muy rojas, lo que los colmaba de crueldad y fiereza; las
               manos, desmesuradas, y una gran joroba que le hacía parecer doblado, como si anduviese
               a gachas por recoger algo que se le hubiera caído.  Gastaba bromas, ideaba fantasías,
               relataba historietas burlescas, gesticulando con sus descomunales brazos y girando de
               modo aterrador sus ojos, como los bufones  que a los reyes cristianos divierten en sus
               cortes, según había yo oído.
                     Subh decía que los muchachos guapos que sirven en las fiestas de la Alhambra lo
               querían tener siempre junto a ellos, para que resaltara su guapura. Hubo un mal poeta que
               le dedicó unos versos cuando actuaba de copero en una noche de septiembre, en la que mi
               padre se despidió antes de retirarse a descansar a Salobreña.
                     áNosotros acostumbrábamos alejarnos de Granada en otoño e invierno, después de
               las algaras del verano, para procurarnos un clima más benigno a la orilla del mar.
                     Decían así los versos:

                     “Etíope Muley, con el que esta noche me he regocijado y ante cuyos destellos el sol se
               negaba a salir, prolongando la tiniebla.
                     Tu corcova hace pensar que llevas a cuestas el mundo y sus pesares, y que el cuello
               te brota en la mitad del cuerpo.
                     Las mechas de tu pelo son un racimo apretado de moras; tus manos, aspas de
               molino; tus ojos, dos hornos de pan, y, cuando circulas incansable con la jarra de cristal
               llena de vino rojo, semejas un escarabajo que rueda ante él su bola de excremento, sólo que
               en ti la bola es un rubí andaluz”.

                     Muley le dio las gracias más sinceras al invitado poeta, y recitaba sus versos, a
               quienes tenían la paciencia de oírlos, con tal salero y tal abundancia de muecas y meneos
               que nadie podía sustraerse a la carcajada. Con lo cual el insultador quedaba en peor lugar
               que el insultado.

                     Yo trabé contacto con él a causa de Subh y de Faiz. Los dos se habían puesto de
               acuerdo en que joroba más grande que la de Muley era imposible hallarla en toda Granada,
               y ambos me hicieron un encargo común. Yo debía coger el collar de amuletos de Subh y
               una talega con unas cuantas monedas que me entregaba Faiz, y, sin que el terrible negro lo
               percibiera, pasárselos por la joroba. Subh estaba convencida de que, después del restregón,


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