Page 39 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Creo que fue al año siguiente —aunque insisto en que, para los niños, el tiempo se
               amplía o se empequeñece, como un recipiente cuya importancia no depende de él, sino de
               su contenido— cuando, a la vuelta de Salobreña, no encontré ya a Muley. Unos me dijeron
               que una noche se había despeñado desde el  Cerro del  Sol, donde se aventuró  a subir
               borracho; pero yo sabía que él era de los pocos que en la Alhambra no bebía. Otros me
               dijeron que no había regresado de la sierra, a la que subió en busca de hierbas para los
               médicos. Otros me susurraron que mi padre había mandado cortarle la cabeza, porque se
               negó a burlarse de mi madre como le ordenaba Soraya. Otros, por fin, a los que me cuesta
               menos creer, me dijeron que, habiendo visto ya cuanto tenía que ver en el  Reino de
               Granada, se fue a la Cristiandad a conocer otros lugares, otras costumbres y otras gentes.
                     Sea de él lo que fuere, me habría complacido tenerlo más tiempo junto a mí.  Hoy
               incluso, porque era alguien en quien se reflejaba el mundo entero.  Sentí no haberme
               despedido de él. Dificulto que haya otro hombre que merezca ser príncipe más que él, ni
               otro a quien le siente mejor el nombre de Muley.

                     Ibrahim, el médico judío.

                     De cuantos médicos ejercen en  la  Alhambra, y su número es grande, ninguno  tan
               cercano a nosotros como Ibrahim. Era minucioso y cargante: de una bondad y una paciencia
               tales que ponían a prueba la paciencia y la bondad de todos.
                     Perito en hidroterapia, tenía una confianza acendrada en la virtud curativa de las
               aguas. áGozaba fama de tener infalible ojo clínico y una estupenda facultad para
               diagnosticar; yo no estoy seguro de que a mi tío Yusuf le ayudara extraordinariamente, pero
               tampoco mi tío se dejaba ayudar. Opinaba que el hombre había nacido para la salud y que,
               si la perdía, era por error suyo, aunque la naturaleza disponía de medios suficientes para
               devolvérsela sin recurrir a la mano de otro hombre. Recelaba de los astrólogos, y, a pesar
               de admirar a los cirujanos, los miraba por encima del hombro —lo cual es una paradoja—,
               por entender que las vías de la naturaleza no es bueno  contrariarlas, ni interrumpir sus
               ritmos.  Se  llevaba especialmente mal con otro médico, llamado  Alí  Ibn  Mohamed  Ibn
               Muslim, de notable habilidad en las intervenciones quirúrgicas, y su vanidad sufrió un rudo
               golpe cuando tuvo que ponerse en manos de su rival para que lo operara de cataratas,
               porque estaba perdiendo la vista a ojos vistas (si es tolerable hacer un retruécano con algo
               tan grave).
                     áTengo entendido que las extirpan, o bien por extracción, o bien por reabsorción
               mediante agujas metálicas ahuecadas.  Comentaba mi  madre que en el plazo que su
               curación  había impedido a  Ibrahim tratarnos a nosotros,  habíamos gozado de  envidiable
               salud.
                     La opinión de mi madre es, sin embargo, rebatible; ella es poco propensa a contar con
               nadie que no sea ella misma. Hasta tal punto que, siendo Ibrahim el responsable de sus
               viajes a Alhama para remediar su ciática —o fuese cual fuese la causa de sus molestias—,
               nunca le confesó que mejoraba, aunque continuó yendo  a los baños con puntualidad, y
               llevándonos a mi hermana, a mi hermano y a mí, supongo que para aligerar su aburrimiento.
               Alguna vez nos acompañó el propio médico. ¿Cómo  olvidar esos viajes anuales?  Su
               anuncio nos desvelaba desde muchos días antes, puesto que perdíamos memoria de un
               año para otro de lo pronto que nos hastiábamos. Yo, en cuanto veía el paisaje ondulado y
               fértil de las cercanías de Alhama, las verdes vegas con tan vigilante amor cultivadas, las
               laderas de olivos, y las lejanas sierras, que hasta marzo conservaban aún restos de la nieve,
               sentía como un abandono interior, una disponibilidad, por gratitud quizá al alejamiento de la
               monotonía de la Alhambra. Aún hoy me enternecen el puentecito sobre el río, las caídas de
               agua caliente, ferruginosa y salada, los barrancos con sus rocas todavía no asentadas, los
               pájaros que gorjean allí con otro brillo.  Yo paseaba bajo la arboleda. ¿Pasear?: saltaba,
               como un pájaro también, desde una franja de sol a la siguiente, y evitaba, casi volando, la
               sombra de las copas. Escuchaba el gran ruido de la cascada cerca del agua quieta, como
               un espejo rodeado de zarzas, donde los ruiseñores anidan.  Y siempre me sorprendía
               comprobar que el agua humeante desembocara en un arroyo tan helado.
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