Page 33 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               místicos llegados de la India, y muchos negros sudaneses, que vivían reunidos en ermitas,
               aunque no siempre, ni siempre casándose entre sí.  Y los mudéjares, que, después de
               decidirse a permanecer en ciudades conquistadas, cambiaban de opinión y se venían con
               sus hijos —no creo ya que tan puros— a la capital  o al  Reino, para no sentirse tan
               discriminados como en la Cristiandad. Y están además los tributarios, es decir, los cristianos
               y los judíos.  Unos cristianos hispanorromanos o hispanogodos (tampoco muy puros a su
               vez) que renegaron de su religión —los muladíes—, como la guardia de los sultanes, por
               ejemplo; y otros que no renegaron —los mozárabes—, y tienen su culto y sus iglesias, y
               hasta tocan las campanas media hora un día jueves que ellos llaman santo; y los cristianos
               que van y  vienen mercadeando,  de  Génova o  Venecia, o que se  exiliaron en  Granada
               descontentos de sus propios reyes. Y junto a todos ellos, los judíos, separados dentro de lo
               posible, pero ejerciendo sus oficios, y mezclándose también en ocasiones.
                     Al niño que yo era le indicaron  que los cristianos, para distinguirse, llevaban un
               cinturón particular, y los judíos varones, una tela amarilla sobre los hombros, y las mujeres,
               una campanilla colgada del cuello o la escarcela. Pero yo, por mucho que me deshojaba, no
               veía a nadie con esas señales. Por lo que llegué a dos conclusiones: que muchas leyes no
               se cumplen —y ni siquiera se dan para que sean cumplidas—, y que lo de morito era algo
               tan irreal y superfluo  como esas mismas leyes.  Porque en  Granada, desde que se
               construyó, todos se amalgamaban y se casaban y tenían hijos, y  tales hijos  no podía
               saberse con certeza si eran moritos o cristianitos o judiítos, salvo que se hable de religión
               tan sólo y no de raza. Y aun así.
                     ¿Dónde están aquí los puros curaisíes,  los puros fihiríes, u omeyas, o gaisíes, o
               jazrayíes, o ansaríes o yemeníes, o chozamíes, o gasaníes? No quedan. Todos son hijos o
               nietos de algún renegado; todos tienen una madre o una abuela cristiana, o son ya
               cristianos ellos mismos. ¿Quién hay de pura raza aquí? Ni siquiera los mejores caballos. De
               los doscientos cincuenta mil habitantes, no llegarán a diez los que conservan una sola
               sangre. Todos somos aquí andaluces, que es bastante. Y es necio empeñarse en el orgullo
               de las aristocracias y de las genealogías.
                     Por él nos criticó Ibn Jaldún:
                     ‘Se imaginan que con el linaje y un empleo en el gobierno se llega a conquistar un
               reino y a dominar a los hombres’. (Probablemente hace falta mucho más. Y, por descontado,
               que los hombres se dejen gobernar, y conquistar los reinos.) En cuanto respecta a nosotros,
               los nazaríes, me temo que empezamos a exagerar desde el Fundador de la Dinastía. Ya
               cuando una dinastía se funda, mala cosa; eso prueba que tuvo un principio y que se imaginó
               cuanto lo precedía.  Porque, ¿no  eran esclavas cristianas  Butaina,  la madre del gran
               Mohamed V, y Mariam, la avariciosa madre de  Ismail II, y Buhar, la madre de Yusuf I, y
               Alwa, la de Mohamed Iv, y Sams al Dawla, la de Nazar Abul Yuyus? Y ellos eran —todos
               ellos, comprensivos y abiertos— quienes verdaderamente merecían el nombre de
               andaluces.
                     áDespués, con mayor  calma, he leído en  Averroes que ‘el clima y  el paisaje de
               Andalucía, más semejante a los de Grecia que a los de Babilonia, hacen a sus hombres
               sosegados e inteligentes. Y así como la lana de las ovejas andaluzas es más delicada que
               otra ninguna, así sus gentes son las de temperamento más equilibrado, como se trasluce
               por el color de su tez y por la calidad de sus cabellos.
                     La piel de los andaluces no es morena como la de los de Arabia, y su pelo no es ni
               crespo como el de los africanos, ni lacio como el de los nórdicos, sino sedoso y ondulado’. Y
               leí también en Ibn Jaldún que la fusión de elementos tan dispares había concluido en un tipo
               y una raza andaluces que se diferencian de los magrebíes por una singular vivacidad de
               espíritu, una notable aptitud para aprender  y una graciosa agilidad en sus miembros.
               Aunque él lo atribuye, sobre todo, a la alimentación, muy apoyada en la cebada y el aceite,
               porque era partidario de proclamar la prez beduina y sus escaseces como origen de la
               grandeza. Y, desde más cerca, mi paisano Ibn al Jatib pintó un claro retrato que responde a
               la generalidad de los andaluces: nuestra talla mediana, nuestra tez apenas dorada, nuestro
               cabello oscuro y suave, nuestras facciones regulares y finas...



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