Page 26 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Yo antes tenía piernas, reyecito. Cuatro o cinco piernas.
                     Sirviendo a tu abuelo, que se llevaba muy  mal con  Yusuf  V (y  viceversa, si me
               permites decírtelo), en pleno mes de febrero de 1464, una vez que murió el rey anterior (o,
               bueno, no anterior del todo, porque coincidían los dos reyes de cuando en cuando), digo
               que, muerto el rey Yusuf, ya se quedó solo tu abuelo, un poquito antes de que tu padre lo
               sustituyese. Lo sustituyese en vida, si me permites que te lo diga, reyecito; porque aquí los
               reyes han ido y han venido, o incluso ni han ido ni han venido: unos se han quedado en
               aquella colina —señalaba al Albayzín—, y otros, en ésta. Yo siempre he preferido a los de
               ésta: la Alhambra es más sólida, si me permites decírtelo. No lo olvides, reyecito, que a lo
               mejor te hace falta algún día: la Alhambra es muchísimo más sólida y, a la larga, da mejor
               resultado.
                     Se refería —creo— a algunas guerras civiles anteriores, y profetizaba —creo— las que
               luego vinieron. Pero lo que más me entusiasmaba era su estilo pomposo y zigzagueante de
               contar sus  historias; de forma que, al  concluir, no me había enterado de lo que quería
               contarme, pero sí de alguna circunstancia apasionante.
                     —¿Por qué tenías tantas piernas?
                     —Porque en la guerra todas son pocas, reyecito. Con mis piernas y mis bigotes yo era
               el amo de la guerra. Hasta que llegó ese Enrique Iv, y me mató el caballo, y se me cayó
               encima, y me partió esta pierna. Me la partió de una manera que nada tenían que hacer más
               que cortármela. Así que me dieron unas adormideras y ¡zas!, me la cortaron, porque no era
               cosa de dejar desangrarse en medio de la Vega al amo de la guerra.
                     —Y con las demás piernas, ¿qué te hicieron?
                     —Las fui perdiendo una a una, hasta que tu padre, al verme con una sola, me dijo:
               ‘Como las adormideras te salvaron la vida, mejor será que te dediques a cuidarme el jardín,
               que, fuera  de la guerra, es  lo que más me gusta, y a  distraer a  mi hijo mayor, que yo
               oportunamente te presentaré’.  Si me permites decírtelo, lo que sucede es que echo de
               menos la guerra. Echo de menos, ya ves tú, hasta a aquel rey que los suyos dicen que tiene
               cara de león, y lo que tiene es cara de mono, feo como un pecado de incesto.
                     —¿Qué rey?
                     —¿No te lo estoy diciendo?
                     Enrique IV. Muy alto, con el culo muy gordo y con cara de mono.
                     Yo, a la segunda vez que me lo encontré frente a frente, ya le hablé de tú, porque, si
               me lo permites, me estaba ya cansando.  Seis entradas hizo en la  Vega en muy poquito
               tiempo, y hubiera seguido haciendo más si es que no le paramos oportunamente los pies.

                     Mientras relataba sus  gestas, cada día de una manera diferente, cavaba, podaba,
               regaba, quitaba hojas o recortaba los arrayanes.
                     Nada podía detenerlo cuando estaba en vena. A veces se quedaba con una podadora
               o con una azada en la mano, o apoyaba en un astil la barba, y le resplandecía la sonrisa,
               que era una de las más blancas y brillantes que yo he visto en mi vida. Porque él, que por
               fuera todo lo tenía feo, al acabársele la áspera cáscara del cuerpo y abrírsele el postigo de
               los labios, dejaba ver la belleza de su interior, y su interior ya empezaba en los dientes.

                     “Mis cualidades” —canturreaba— “se corresponden con las de un palacio real: por
               fuera, manchas y desconchones; por dentro, las maravillas.”

                     Y se sonreía mirando de hito en hito al que tuviese en frente.
                     —¿Tú tenías caballo propio? —le preguntaba yo.
                     —¿No había de tenerlo? Yo era amigo de tu padre, y todos los amigos de tu padre
               estamos llenos de caballos propios de raza pura.
                     Tenía un caballito no muy largo,  ancho de pecho, con una grupa que ni la de  una
               mujer, y una cara alargada y fina, con ojos de princesa, y ollares como para colmárselos de

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