Page 45 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               madre, aunque hasta ese momento ignoraba la existencia de dos partidos tan poderosos
               dentro del harén.
                     Nunca habría imaginado que mi madre anduviese en lenguas de la gente, y puedo
               afirmar que mi madre tampoco. Pero, por lo visto, así era. Soraya se había llamado antes
               Isabel, y fue hija del comendador de Bézmar, don Sancho Jiménez de Solís. La apresaron
               en una incursión de la frontera y, adjudicada a mi padre, se la destinó a la servidumbre de
               mi hermana, de su edad más o menos. El sultán la vio un día y se prendó de su belleza, en
               elogio de la cual se deshacía Nasim.
                     —El harén está lleno de mujeres —me decía—. Todas son bellas de algún modo. Pero
               a Soraya ninguna es comparable. Ése es su mérito. No es cuestión del tamaño y el fulgor de
               los ojos, ni  de la lisura de la tez,  ni de la carnosidad de los labios,  ni de cualquier otra
               perfección. Sólo viéndola puede comprenderse. Es como un palacio, cuya fachada es tan
               hermosa que uno no aspira a  llegar más que al umbral,  y se queda ante ella perplejo y
               deslumbrado, satisfecho de que lo dejen estar allí, casi saciado ya. Se necesita habituarse,
               a lo largo de días y días, para acomodar nuestros ojos a su luz. Y nadie que no sea el más
               poderoso puede arriesgarse a entrar.
                     Ninguna de las madres del harén se había preocupado por Soraya, ni siquiera ante la
               predilección de mi padre tan mudadiza, hasta que se convirtió al Islam. Con ello, dejó clara
               su intención de ascender y de desplazar a mi madre. Rota su esclavitud por su conversión, y
               afianzada por el nacimiento de su primer hijo, abandonó el harén, y habitó en una de las
               torres exentas. Pero, según aseguraba Nasim, cuyo blasón consistía en estar al corriente de
               cuantos dimes y diretes hervían por la corte, poco duraría allí; mi padre le estaba habilitando
               uno de los palacios del  Albayzín, de acuerdo con las demandas de ella, que exigía el
               tratamiento y el fasto de sultana.
                     Nasim me contaba que la irritación de mi padre por mi tropiezo con él fue
               consecuencia de otro tropiezo bastante más serio.  Mi madre y  Soraya habían coincidido,
               entre otras concubinas, en una fiesta que se dio con motivo de la venida de unos tañedores
               desde Málaga. La coincidencia se produjo a instancias de Soraya, que deseaba ya ostentar
               en público su supremacía. Sin embargo, mi madre trató con desprecio a la favorita; tanto,
               que ésta, herida en su amor propio, cuando llegó mi padre, acusó a la sultana de desacato,
               cosa absolutamente inusual en la  corte de  Granada.  Y mi padre, en lugar de serenar la
               situación, devolver las aguas a su cauce, y cada mujer a su sitio, recriminó en público con
               dureza a mi madre. Nunca lo hubiera hecho: mi madre, colmada, sacó de su escarcela unas
               tijeras —Nasim opina que mi madre, más inteligente, había previsto todo— y, con la rapidez
               de un relámpago, le cortó a Soraya su gruesa trenza de color leonado. El alarido que dio la
               favorita se oyó hasta en Sierra Elvira. Naturalmente mi madre, por razones de seguridad,
               hubo de salir aquella misma noche de la  Alhambra; pero fue a ocupar el palacio que mi
               padre disponía para la otra, que era propiedad suya. Con esto fracasó el ambicioso proyecto
               de  Soraya, que estaba embarazada entonces de su segundo hijo, y llena de antojos y
               melindres.
                     Movido por una curiosidad no sé si infantil, porfié por conocer a Soraya. No fue difícil
               que Nasim lo consiguiera. Me condujo un día a la torre que hay junto a la de mi tío Yusuf, la
               tercera en el camino del  Generalife.  Es una calahorra que construyó  Yusuf  I, las
               inscripciones de cuyas cuatro esquinas son versos de Ibn al Yayab. A través de la claraboya
               que da al patio, después de aguardar un buen rato, vi cruzar a la favorita.
                     La verdad es que cualquier comparación con mi madre, sea mucho o poco el amor
               que yo le tenga, carece de sentido. Mi madre es arrogante, majestuosa y solemne; camina,
               habla y gesticula como una mujer educada para caminar —o sería mejor decir para
               desplazarse—, hablar y gesticular en público. No obstante, su cara es adusta, levemente
               asimétrica y, si no fuese mi madre, me atrevería a decir que algo hombruna. Es lo contrario
               de lo que ocurre con la cara de Nasim y, muchísimo más aún, con la de Soraya. Dice la
               tradición que hay unas huríes en el Paraíso que se llaman aín. Están conformadas de cuatro
               materias preciosas: desde los pies a las rodillas son de azafrán; de las rodillas a los pechos,
               de almizcle; de los pechos a los cabellos, de alcanfor, y sus cabellos son de seda pura. En
               el seno llevan escritas estas palabras: ‘Quien quiera ser mi dueño, que obre en la

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