Page 48 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
sino la de que no había estado nunca. Uno quedaba convencido de haber sido víctima de
una alucinación, y de que estaba y había estado a solas.
La primera vez que mostró tal destacada facultad, después de algún tiempo de
tratarlo, estaba refiriéndose a las ventanas con celosías de un piso alto, que dan a un
armonioso patio con una alberca profunda e indiferente. Me decía:
—¿A que no sabes qué es lo que había ahí? Antes, pero no mucho antes.
—No lo sé. ¿Algunos oficios de la cancillería?
—No. Eso es ahora. En tiempos de Ismail II, el que se peinaba con trenzas que le
llegaban hasta la cintura, enredadas con hilos de oro y sedas, ahí había un harén masculino.
—De eso hace más de un siglo —repliqué con involuntario despecho.
—También lo hubo con Mohamed Vi, el que se teñía las canas con aleña y cártamo, y
por eso le llamaban “el Bermejo”. ¿Lo sabías?
Y fumaba hachís, y más cosas.
—¿Qué más cosas fumaba?
—No hablo de fumar. Cosas que no debe saber un niño como tú, pero que con los
niños como tú tienen algo que ver. No siempre en la Alhambra han gozado las concubinas
de tanto auge como ahora. En un pasado próximo hubo concubinos también. —Al notar que
yo no aceptaba la conversación, la cortó—. Pero dejemos eso: no es lo que yo quería
decirte de Ismail II. Quería decirte que su coronación fue el resultado de las maquinaciones
de una mujer sin el menor escrúpulo.
Era hermanastro del gran Mohamed V, y su madre, Mariam, consiguió que una noche
de Ramadán, en pleno verano, en mitad del calor, y en mitad de este mismo patio, usurpase
su hijito (no tan pequeño: tenía veinte años) el trono de Granada.
—Pues, además de entronizarlo, esa Mariam pudo haberlo educado mejor: Ismail,
según tengo entendido, era gordo, grosero, lleno de tics y, aparte de las trenzas, no se
cuidaba nada de su aspecto exterior.
Nasim se echó a reír palmeándome la espalda.
—De todas formas, vigila a las madres del harén: son más poderosas de lo que
parecen, y tienen demasiado tiempo libre para trapichear.
Aunque, sean ellas como sean, tú serás un buen príncipe heredero.
Apostaré por ti.
Pero antes de que yo dejara de percibir la presión de su mano y percibiera la
proximidad del visir Benegas, Nasim se había volatilizado.
Cuando hace un año avanzaba yo por el patio de Comares hacia el Salón del Trono el
día de mi boda, intenté ver de reojo el séquito que acompañaba a Moraima al otro lado de la
alberca. Tanto me esforcé, que di un tropezón contra uno de los portadores de las pértigas
floridas. Entre los invitados brotó un murmullo de simpatía, ya que advirtieron el porqué. En
primera fila de los espectadores, a unos pasos de mí, con la misma cara de niño grande de
antes, mucho mejor vestido —incluso demasiado—, más erguido si cabe, descubrí a Nasim.
‘Está de Dios —pensé—, que mis relaciones con él vayan de tropiezo en tropiezo.’ Al verlo
me invadió una ambigua impresión: él o yo estábamos traicionándonos, no sé si el uno al
otro o cada uno a sí mismo. Y pensé también: ‘De no haber nacido príncipe, mi vida habría
sido por una parte más aburrida, pero mucho más divertida por otra’. Y concluí: ‘Antes de
morir, me gustaría ser una vez yo mismo. Pero qué difícil... O quizá ya lo he sido, en algún
momento, y no me he dado cuenta, y ni siquiera guardo la memoria de ello, ni la memoria de
cuándo pudo ser’.
Por un instante me conmovió una tristeza anónima similar a la del día del harén.
Nasim se inclinó en una exagerada reverencia. A punto de sobrepasarlo, oí su voz.
—Sigues siendo un magnífico príncipe heredero. No cabe otro mejor. Apostaré por ti.
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