Page 51 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Un día, en una almunia que la familia poseía en la Vega, nos fuimos con Jadicha a un
               melonar.
                     No tendríamos más de nueve años.
                     Yusuf tuvo la idea de ir calando, con un cuchillito que le habían regalado, todos los
               frutos hasta encontrar uno lo bastante dulce como para ofrecérselo a la prima, de la que
               andábamos enamoriscados.
                     Como ninguno de los melones estaba aún maduro, resolvimos  volver a colocar los
               trocitos sacados de cada uno para que así siguieran madurando.  Por supuesto,
               destrozamos toda la plantación.  Eso nos valió una buena regañuza de las nodrizas, y la
               cruel burla de Jadicha, que nos dejó hacer a sabiendas de que el daño era ya irrevocable. El
               ridículo ante los ojos verdes y la  insufrible insolencia  de  Jadicha hicieron que, como dos
               perrillos que empiezan por turno  a gruñirse,  y van levantando el vigor del gruñido hasta
               pasar al primer zarpazo y luego ya al mordisco, Yusuf y yo nos enzarzáramos a la puerta de
               la almunia, junto al estanque, en una pelea sin precedente entre nosotros. Fue encarnizada
               y sordomuda, más terrible aún por ser la primera, como si en ella se concentrasen todas las
               que no habíamos tenido.  Con los ojos cerrados nos golpeábamos, al principio entre las
               risas, luego entre la alarma y los intentos de  separarnos  de todos los presentes.  En un
               momento dado, yo, sobre Yusuf, abrí los ojos para atizarle donde más pudiese dolerle; junto
               a mis ojos  vi su pequeño puño lisiado, decidido también a golpearme con furia.  Y de
               improviso me llené de horror. Supongo que inexplicablemente para todos, y hasta para mí
               mismo,  me  desplomé sobre su pecho llorando.  Con ese llanto a raudales no trataba de
               suplicar su perdón, que sabía concedido de antemano, sino el mío, que me sería mucho
               más difícil de obtener.

                     Otro día, en un patio de columnas —por entonces vivíamos en un pequeño palacio, no
               lejos del  de  Mohamed  II—, cubiertas las  cabezas y extendidas las manos, jugábamos  a
               encontrarnos sin más referencia que las voces. Yo lo llamé en una dirección y, acto seguido,
               haciendo trampa, levanté el paño que me tapaba y, al ver a Yusuf venir a la carrera, lo evité
               poniéndome detrás de una columna.
                     Yusuf fue a estrellarse contra ella, y se hirió en una ceja.
                     Cuando se descubrió, vi que sangraba. La sangre le teñía media cara y le goteaba
               sobre el pecho.
                     El pavor me enmudeció. Lo limpié con su albornoz y después con el mío; posé mis
               labios sobre su herida para impedir, no sabía cómo, que brotase más sangre; pensé que el
               corte se abría igual que una pequeña boca... Y grité. Grité hasta que vinieron, y el médico
               Ibrahim, con una impasibilidad que me sosegó, puso remedio al trance.
                     Pero nunca he olvidado el gusto  salado y metálico  de la sangre de  Yusuf.  Fue la
               primera que saboreé.

                     Alguien nos había garantizado que el unto de carnero hacía crecer  el bigote.  Por
               aquella época, a Yusuf y a mí eso era lo que más nos obsesionaba; nos untábamos, pues,
               continuamente. En una bolsita de marroquinería llevábamos la grasa que nos proporcionaba
               Subh, y a escondidillas nos frotábamos el labio superior. Los mayores, asombrados, creían
               que no parábamos de comer cordero y que nos manchábamos además de grasa.
                     Pero aquella pasión pilífera cambió de sitio cuando los mismos defensores del unto —
               unos primos con algún año más que nosotros— nos aconsejaron que, para apresurar el
               vello de las piernas, nos las afeitáramos dos o tres veces por semana. No sé qué era lo que
               pretendíamos afeitar, pero le compramos una navaja  al barbero  del tío  Yusuf, y, en un
               cuarto secreto, nos enjabonábamos las piernas y pasábamos el frío filo por ellas.
                     Ésa fue la segunda vez que vi correr la sangre de Yusuf. Al resbalar a contrapelo la
               navaja —sin producirle en apariencia dolor alguno, puesto que no se quejó y fue el primer
               sorprendido— brotó de su espinilla un chorrito escarlata.
                     Él debió de recordar también el escándalo de la columna, porque, para animarme y
               distraerme, dijo:
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