Page 55 - El manuscrito Carmesi
P. 55

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               junturas las mandíbulas, hasta producirme dentro de los oídos un zumbido que multiplicaba
               mi sensación de frío y de abandono. Aislado por el ruido interior, que distanciaba todos los
               otros, veía con mayor precisión las hojas secas que el viento arrastraba y arremolinaba. Los
               jardines se habían convertido en una ruina hermosa y desolada; los amarillos, los ocres, los
               rojizos, se entreveraban y se desprendían; caía una lluvia menuda, impávida y glacial, que
               levantaba de las enramadas un incipiente olor a corrupción.
                     Íbamos abrigados con mantos de lana listada de colores; es decir, teníamos el aspecto
               de lo que éramos: unos niños a los que, por primera vez, se autorizaba a asistir a una fiesta
               fuera de su casa, al caer el día, en otoño. Qué ajeno estaba yo a que mi infancia se me
               rompería entre las manos esa noche con el minúsculo estruendo con que se rompe una
               alcancía de cerámica.
                     Al entrar vimos que la fiesta estaba mejor organizada de lo previsto; pero peor, según
               los principios coránicos. Numerosos cantores que no actuaban en la Alhambra —y alguno
               de los que irían luego allí— nos aguardaban. Los cantores granadinos, famosos no sólo en
               la península, sino fuera de ella —al Norte de los Pirineos y en el Magreb—, son con mucha
               diferencia los más cotizados.  Había esclavas que nos convidaron con mosto  y jugos de
               bonitos colores.
                     En un salón se preparaba una leila con dulzainas, chirimías y ajabebas; pero, bajo el
               son de las bandolinas, las guzlas y los laúdes, ya se revelaba triunfante el ritmo de adufes,
               panderos y sonajas, no bien considerados entre la aristocracia. Se respiraba un ambiente de
               zambra que, por ser demasiado popular, nos estaba vedado. Yusuf, enrojecido en parte por
               el frío y en parte por la excitación, me daba codazos de impaciencia y de confabulación.
                     Me acompañaba “Din”, mi perro, que vive todavía, achacoso ya y lleno de toses. Al
               salir de casa, me fue imposible conseguir que se quedara. Era todavía un cachorro —como
               yo, pero rubio y blanco— rechonchete, desvergonzado, gracioso y sin educar, por lo que me
               habían prohibido llevarlo conmigo a ningún sitio. Pero estaba de Dios que, en aquella noche,
               todo fuese infracción.
                     Se inició el canto, y las letras de las canciones indicaban el cariz de la zambra, para
               nosotros aún incomprensible. Una mujer cantaba:

                     “Dicen que soy tu montura.
                     Si de ti salgo al  campo montada, a tu poder me acomodo: como una flecha corro
               cuando metes tu espuela, y me detengo cuanto tú te detienes”.

                     Husayn, el anfitrión, me murmuró al oído:
                     —Es un zéjel de un viejo e impúdico poeta cordobés. Me ha dicho la cantora que, en
               el original, habla un hombre de otro hombre.
                     No entendí lo que me decía, y volví la cara para pedirle una aclaración. Estaba tan
               inclinado sobre mí que nuestras caras se juntaron. La cantora continuaba:

                     “‘Dueño mío —me dice mi amigo—, cambia, hijito, de amor.’
                     ‘¿Cómo hacerlo, si tú eres mi mundo y mi tiempo de flores?
                     ¿Por qué dices que yo soy tu dueño?
                     Esa palabra sobra.
                     Dime sólo cariños y arrullos; hazme sólo arrumacos.
                     Lo que quieras quitar de respeto, me lo añades de amor.
                     Aún con leche en los labios, no tengas en el pecho alquitrán’“.

                     Difusamente pensé que Husayn no separaba con la debida rapidez su cara de la mía,
               y noté que estaba arrebolado y ardiendo.  Pretendí separarme yo  dando un paso hacia
               adelante, pero no lo di a pesar de intentarlo. Un instante después, Husayn se sentó y tiró
               levemente de mi chilaba para que yo lo imitase. Lo complací, y me senté. En ese momento,
                                                              55
                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   50   51   52   53   54   55   56   57   58   59   60