Page 58 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Quédate con él. Quiero regalarte algo por el Mawlid y por tu fiesta.
                     —¿De verdad?
                     —Nada me gustaría tanto, siempre que me dejes visitarlo de cuando en cuando.
                     Sonrió, me hizo una reverencia de gratitud, y llamó a “Din”.
                     Como si comprendiese que había cambiado de dueño, “Din” corrió hacia él haciéndole
               zalemas, y meneando, no el rabo sólo, sino las ancas y casi el cuerpo entero.

                     Aquella noche yo no podía dormir. Estaba poseído de una agitada felicidad. O quizá
               no de felicidad, porque suponía que ése habría de ser un sentimiento menos torturador. Lo
               que no me dejaba dormir era una tensión que me representaba, detalle por detalle, lo
               sucedido; la necesidad de que la noche no pasara, y a la vez de que llegara el día siguiente
               para comprobar, a su luz, que todo había sido cierto, y que, a pesar de ello,  yo seguía
               siendo el mismo.
                     Con los ojos abiertos en lo oscuro, percibía resonancias no percibidas hasta entonces
               en las noches de la  Alhambra: los sonidos quebradizos y entrecortados del agua, los
               remotos chasquidos de las armas de la vigilancia, el  aire insomne desordenando los
               jardines, el silencio armonioso que luego he escuchado tantas noches descender desde las
               estrellas. Me parecía que, por fin, había sabido quién era yo y para qué era yo...
                     Me quedé dormido sin querer.
                     No debía  de haber pasado mucho tiempo  cuando me despertaron los voraces
               lametones de “Din” humedeciéndome la cara.  Sin abrir los ojos, sonreí.  Pensé qué
               fácilmente había encontrado él el camino de vuelta, ahora que yo iniciaba otro de ida sin la
               menor idea de dónde me conduciría.  Suspiró el perro, suspiré yo, y nos dormimos
               abrazados.

                     Pasaron dos días antes de que volviera a ver a Husayn. Fue a la salida de la oración
               de la tarde en la mezquita de la Alhambra. Me saludó con amabilidad. Mis ojos, llenos de
               intensidad, buscaron los suyos; después los abatió la decepción: Husayn me miraba con la
               sencilla indiferencia con que miraba los árboles, el minarete, los tejados verdes, la tarde, la
               suave cuesta que desciende hasta la entrada principal de los palacios, y los rostros de
               quienes nos rodeaban. Me preguntó por “Din” y me contó riendo que la otra noche no había
               durado a sus pies ni una vela siquiera; en cuanto apagó la antorcha para dormir, “Din” huyó
               de su alcoba.
                     Husayn, en adelante, me trató como si nada hubiese ocurrido entre nosotros. Y así
               era, en efecto: nada importante había ocurrido.
                     Sin embargo, yo tardé en descubrirlo. Cuando lo descubrí, había dejado para siempre
               de ser un niño ya.


                     Estábamos jugando, entre lección y lección, en la madraza de los príncipes, dentro del
               recinto de los palacios. Éramos doce o catorce. Nos habían enviado hacía muy poco, desde
               Loja, unos kurray: unos preciosos potros tallados en madera de colores brillantes, con los
               faldones de tela listada y bordada. Nos los atábamos, para correr cañas, a la cintura. El de
               mi hermanastro Nazar acababa de chocar tan fuerte contra el mío que le había partido una
               oreja; yo la tenía en la mano, la miraba con pena, pretendía ajustarla de nuevo a la cabeza.
               Entonces entró un criado de la casa de mi padre, y, dirigiéndose a mí, dijo tajantemente:
                     —El sultán, a quien Dios bendiga, desea verte ahora.
                     En el patio se hizo un silencio. Quizá ese silencio me atemorizó más que el mensaje.
               Mi padre no me había mandado llamar nunca, y yo no lo había visto a solas en mi vida. Me
               desaté el kurray; lo deposité con excesivo cuidado —no sé si para tomarme algo de tiempo
               o para simular una tranquilidad que no sentía— en un rincón del patio. Miré a Yusuf, que me
               saludó con  la mano para darme aliento, y seguí al sirviente, preguntándome qué habría


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