Page 60 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               depende, pues, tu propio destino, y no de los estúpidos agoreros que pretendieron disturbar
               nuestra esperanza.
                     Señaló a su derecha.
                     —Éste es, ya lo sabes, mi brazo derecho en el gobierno: el gran visir Benegas. Goza
               de mi absoluta confianza. Ningún hombre podría ilustrarte mejor que él, ni asesorarte mejor
               en el viaje que emprenderás a través del proceloso mar de la política. El ser humano vive
               muy poco tiempo y agitado.
                     Nuestra época es temblorosa y crítica: en buena parte es nuestra mano la que ha de
               marcar su signo y la dirección  de los acontecimientos.  En un  príncipe, el valor, la
               abnegación y la defensa de  su  Reino hasta la muerte son virtudes que  se dan por
               supuestas;  a ellas hay que agregar la habilidad, la oportunidad en las acciones y la
               anticipación a los enemigos, de los que fuera y dentro  estamos rodeados. —Los tres
               mostraron, con una sonrisa, su  connivencia—.  No puedo encarecerte con  bastante
               insistencia  que estudies, asimiles, experimentes y te apliques a discernir cuanto a tu
               alrededor suceda para que, cuando suene tu hora (y me es imposible desearla pronta) —los
               tres sonrieron de nuevo—, gobiernes con precisión, justicia y beneficio.
                     Señaló a su izquierda.
                     —Este otro personaje  es  Abu  Abdalá  Mohamed  Ben  Abdalá al  Arabí al  Okailí.  Un
               hombre de prestigio,  poeta y sabio.  Él te orientará entre los  intríngulis de la  corte, del
               protocolo y de la majestad, no siempre accesibles, sobre todo al comienzo, cuando el poder
               no es aún suficiente como para cortar los nudos de un tajo y decidir con violencia. De ti y de
               ellos espero que hagáis una obra buena a los ojos de  Dios.  De vosotros dos —añadió
               dirigiéndose a ellos—  espero que hagáis una buena obra a mis ojos. —Mirándome con
               frialdad, concluyó—: Ahora, vete.
                     No comentes nada de esta reunión.
                     Ni a tu madre.  A tu madre menos  que a nadie. —Sonrió,  y volvieron  a sonreír  sus
               adláteres—.  Ve en paz, y trabaja.  Tu triunfo  y el del  Reino lo  escribiremos entre todos
               dirigiendo tu mano.
                     Me puse en pie, di con torpeza las gracias, saludé y salí.

                     A Benegas y a El Okailí se agregaron un maestro de armas y un alguacil del tesoro. El
               maestro de armas me enseñó su variedad, su empleo y el procedimiento para elegirlas y
               sacarles provecho; pero también cómo utilizar a los soldados, a los que había que conducir
               y alentar, casi más que en la guerra, en la paz. áSin embargo, nadie me advirtió que  la
               artillería —una nueva manera de hacer la guerra— me iba a traer los disgustos más serios
               de mi vida. Entonces en el Reino todos dormitábamos, sin mirar —ni en el armamento ni en
               nada— hacia adelante, sino a los modos y a las costumbres del pasado. Pero más que nada
               me hablaba de caballos. Me dio a leer el “Libro de los Escudos y de los Estandartes”, y, al
               recomendármelo, agregó:
                     —Según la leyenda, cuando Dios quiso crear el caballo árabe, se dirigió al viento del
               Sur: ‘Tú engendrarás una criatura con el poderío de quienes me defienden y con la fuerza
               de quienes me obedecen’. Por eso el Profeta nos previno: ‘A quien posea un caballo y lo
               respete, lo respetará Dios; a quien posea un caballo y lo desprecie, Dios lo despreciará’. Él
               simboliza la rapidez de nuestra victoria por el ancho mundo. No hay otro más elegante ni
               más ligero de movimientos; ninguno le iguala en mansedumbre  y docilidad; ninguno más
               inteligente para aprender alegrías, o para hacer prodigios de agilidad. Recuerda esto: nunca
               mandes cortar su larga cola de seda; no te asemejes a esos pueblos que, con la misma
               cuchilla con la que cortan la cola de sus caballos, cortan la cabeza de sus reyes. Al hombre
               de armas castellano —decía ahuecando el pecho— da risa verlo, si es que se le ve; porque
               lleva celada con visera, peto doble, protectores de muslos, grebas y zapatos de hierro. Tiene
               un caballo principal, al que cubre también con bardas sobre ancas, cuello, pecho y testeras,
               y otro de dobladura para llevar la carga o sustituir al primero cuando lo rinde tanto peso. Ese
               caballero, pesado como un elefante, porta una lanza larguísima, de enristre, que descansa
               en una bolsa de cuero unida a la  silla por el  lado derecho, y estoque y maza o hacha.

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