Page 57 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Ven.
                     Me llevó, sin soltarme la mano, a un aposento pequeño y retirado.
                     “Din”, que nos acompañó, saltaba alrededor, feliz con el cambio.
                     Volví a recriminarme no haberlo atado en casa. Husayn con una mano acariciaba mi
               cara, y, con la otra, mi cintura. Yo, ignorando qué hacer con mis manos, dudaba, hasta que
               las coloqué, como si  no fueran  mías —o acaso ellas  se colocaron solas—,  sobre sus
               caderas. Había bajado los ojos, y me oí suspirar.
                     Husayn me levantó la barbilla y nos miramos: todo el mundo eran sus ojos. Tanto, que
               tuve que cerrar los míos. Luego me besó en la boca. Sentía las patas y los gañidos de “Din”,
               que reclamaba mi atención, depositada entera en otro sitio. Se escuchaba una voz:

                     “Por la boca entra el licor que me embriaga y entra el humo venturoso del hachís.
                     Pero los restos del vino salen por una espita que no nombro y los restos del humo son
               sólo risas y humo”.

                     La boca de  Husayn se demoraba  sobre la mía.  Para poder respirar, entreabrí los
               labios.  Imaginé sus dientes algo grandes y sus labios, que había visto de cerca un poco
               antes. Pero me pregunté por qué tenía que imaginármelos si ahora estaban entre los míos.

                     “El vino y el hachís son las muletas en que me apoyo: de agradecer son ambas; pero
               la del vino me traba los pies y la del hachís me proporciona alas”.

                     Nuestros cuerpos, apoyados el uno contra el otro, se frotaban y se apretaban. Algo
               crecía en mí, se dilataba en mí con un insólito sufrimiento. Sufrí un vértigo, cerré los ojos en
               el vacío y eché las caderas de golpe hacia adelante. Husayn levantó el borde de mi falda, e
               introdujo su mano bajo ella. Me acarició allí donde algo nuevo se tramaba, al parecer en
               contra mía. Con la otra mano me empujó en el hombro hacia abajo, y nos recostamos sobre
               unos almohadones. Cogió mi mano y la puso entre sus piernas: entonces comprendí lo que
               se alzaba entre las mías. Alguien cantó, y me sonaba dentro:

                     “Ay, jilguero, ay, jilguero, pósate en la rama de mi cuerpo, brinca sobre ella y trina,
               balancéate y canta y haz tu nido en mi pecho, que ya no puede servir para otra cosa”.

                     “Din”, ofendido por nuestra indiferencia, se tumbó a nuestro lado, mirándonos con ojos
               de reproche, atentos y suplicantes. Husayn me acariciaba y yo lo acariciaba.
                     Con los ojos perdidos, llegó un momento en que creí que me estaba muriendo sobre
               los almohadones, y que se me escapaba la vida, y que nunca más podría ponerme de pie, ni
               ver, ni oír. Abrí los ojos porque “Din” me olfateaba el vientre, mojado de algo que no había
               visto nunca. Husayn yacía como desmayado al lado mío, con el pene erecto, protegiéndolo
               de “Din”, que a toda costa trataba de lamerlo.
                     —”Din” —grité, o no sé si grité—. ¡”Din”!
                     —Él sabe lo que hace —sonrió  Husayn  y,  después de un instante en silencio,
               añadió—: Vamos con los demás.
                     A mí me parecía que llevábamos años apartados de ellos. Al volver al salón principal,
               todavía cantaba el hijo del herrero con su blanca y aguda voz de niño:

                     “Ay, jilguero, ay, jilguero, déjame besar tu cuello mientras te digo adiós”.

                     La mano de Husayn acarició mi cuello sin detenerse en él.
                     —Tienes —me dijo— el cachorro más bonito del mundo.


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