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oscuras, delante de una pared blanca y con los ojos muy abiertos contemplan unas
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imágenes que se mueven, vivas. Otros, a su vez, se sitúan delante de cajas de
exhibición que se alinean en la parte delantera de los edificios y admiran los
objetos puestos ante ellos.
Yo no comprendo a los Blancos Bárbaros. Viven en un mundo de ficción y de
ilusión. Para prolongar el día, matan la noche con sus lámparas, de manera que
ningún árbol, ninguna planta, ningún animal, y ninguna piedra logran conseguir su
merecido descanso. Trabajan incansables como la hormiga, y sin embargo
suspiran y se quejan como si fueran a ser aplastados por el peso de la carga.
Pueden tener pensamientos alegres, mas no se ríen; pueden tener pensamientos
tristes, mas tampoco lloran. Son unas personas cuyos sentidos viven en completa
enemistad con sus espíritus, disociados ambos entre sí.
En Manaus supe que mis antiguos prisioneros eran importantes oficiales. Como
muestra de gratitud por su rescate me dieron un segundo nombre. Nara. Tatunca.
mi primer nombre, significa «gran serpiente de agua». Llevo este nombre desde
que vencí a la criatura más peligrosa del Gran Río. En el idioma de mi pueblo.
Nara significa «yo no sé». Ésta fue mi respuesta cuando los oficiales blancos me
preguntaron por el nombre de mi familia. Así es como surgió el nombre Tatunca
Nara: «gran serpiente de agua yo no sé».
Permanecí en la ciudad de los Blancos Bárbaros sólo por un corto periodo de
tiempo. Apenas una luna después de mi llegada, un explorador de los Corazones
Negros me trajo noticias de Akakor. Mi padre, el príncipe Sinkaia, había sido gra-
vemente herido en una batalla contra soldados de los Blancos Bárbaros y exigía mi
regreso inmediato. Me despedí de los oficiales blancos y llegué a los puestos de
avanzada de mi pueblo a comienzos de la estación de las lluvias del año 12.449.
Unos días después, mi padre murió a consecuencia de sus heri-
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das. Los Ugha Mongulala habían perdido a su caudillo, tal y como está escrito en
la crónica:
Sinkaia, el legítimo sucesor de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses, había muerto.
Y los Guerreros Escogidos lloraron amargamente por él. Entonaron el quejido de la
luz, porque Sinkaia, el príncipe de los príncipes, les había abandonado. No había
cometido crimen alguno ni puesto la injusticia en el lugar de la justicia. Había sido
un digno sucesor de Lhasa y había gobernado como él cuando el viento vino
desde el Sur, cuando el viento vino desde el Norte, cuando el viento vino desde el
Oeste y cuando el viento vino desde el Este. Y así fue como Sinkaia entró en la
segunda vida. Acompañado por los lamentos de su pueblo, se elevó en el cielo
oriental.
El nuevo príncipe
Tres días después de su muerte, Sinkaia. el legítimo príncipe de los Servidores
Escogidos, fue enterrado en el Gran Templo del Sol en Akakor inferior. Los
sacerdotes depositaron su cuerpo, adornado de oro y de joyas, en el nicho labrado
que él mismo había esculpido con sus propias manos sobre la roca. y lo
emparedaron. Seguidamente, y en presencia de los más fieles confidentes del
príncipe, el sumo sacerdote pronunció las palabras prescritas:
Dioses de los cielos y de la tierra que determináis y regís el destino del hombre,
Dioses de la permanencia y de la eternidad, Príncipes de la eternidad, escuchad
mi ora-
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cion: aceptadle en vuestro territorio. No olvidéis sus actos, los actos del gran
príncipe Sinkaia. Porque su vida regresa a vosotros, Dioses. Ahora obedece
vuestras órdenes. Ya nunca os abandonará. Permanecerá con vosotros, en el