Page 150 - Aldous Huxley
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-Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? -preguntó el Salvaje,
indignado-. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?
-Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de
hace cientos de años. No del Dios de ahora.
-Pero Dios no cambia. -Los hombres, sí.
-Y ello, ¿produce alguna diferencia?
-Una diferencia fundamental -dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y se acercó al
arca-. Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman -dijo-. Un cardenal -explicó
a modo de paréntesis- era una especie de Archichantre Comunal.
-Yo, Pandulfo, cardenal de Ia bella Milán.
He leído acerca de ellos en Shakespeare.
-Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba cardenal Newman.
¡Ah, aquí está el libro! -Lo sacó del arca-. Y puesto que me viene a mano, sacaré
también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo,
suponiendo que usted sepa qué era un filósofo.
-Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la tierra -dijo el
Salvaje inmediatamente.
-Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este filósofo soñó. De momento,
escuche lo que decía ese antiguo Archichantre Comunal. -Abrió el libro por el punto
marcado con un trozo de papel y empezó a leer-. No somos más nuestros de lo que es
nuestro lo que poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos, no podemos ser
superiores de nosotros mismos. No somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de
Dios. ¿No consiste nuestra felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o
algún consuelo en creer que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los prósperos
piensen así. Es posible que éstos piensen que es una gran cosa hacerlo según su
voluntad, como ellos suponen, no depender de nadie, no tener que pensar en nada
invisible, ahorrarse el fastidio de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar
continuamente, de tener que referir continuamente todo lo que hacen a la voluntad de
otro. Pero a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los hombres, descubrirán que
la independencia no fue hecha para el hombre que es un estado antinatural, que puede
sostenerse por un momento, pero no puede llevarnos a salvo hasta el fin ... -Mustafá
Mond hizo una pausa, dejó el primer libro y, cogiendo el otro, volvió unas páginas del
mismo-. Vea esto, por ejemplo -dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo-.
Un hombre envejece; siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de
malestar, que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que,
simplemente, está enfermo, engaña sus temores con la idea de que su desagradable
estado obedece a alguna causa particular, de la cual, como de una enfermedad, espera
rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es la vejez; y es una enfermedad
terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo que sigue a la muerte es lo que induce a
los hombres a entregarse a la religión cuando envejecen. Pero mi propia experiencia me
ha convencido de que, aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso