Page 152 - Aldous Huxley
P. 152

152






                  El Salvaje le interrumpió.

                  -Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios? -Pero la gente ahora nunca está sola -dijo
                  Mustafá Mond-. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que
                  casi les es imposible estar solos alguna vez.

                  El Salvaje asintió sobriamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las
                  actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba
                  escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.

                  -¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? -dijo el Salvaje, al fin-: Los dioses son
                  justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el
                  lugar  abyecto  y  sombrío  donde  te  concibió le costó los ojos, y Edmundo contesta,
                  recuérdelo, cuando está herido, agonizante: Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha
                  dado la vuelta entera; aquí estoy. ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios
                  que dispone las cosas, que castiga, que premia?

                  -¿Sí?  -preguntó  el Interventor a su vez-. Puede usted permitirse todos los pecados
                  agradables  que  quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la
                  amante de su hija. La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde estaría
                  Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo
                  la cintura de una chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el
                  sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última
                  instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de
                  los hombres.


                  -¿Está  seguro  de  ello? -preguntó el Salvaje-. ¿Está completamente seguro de que
                  Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido
                  que se desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso  no  han  empleado  estos
                  vicios de placer como instrumento para degradarle?

                  -¿Degradarle de qué posición? En su calidad de  ciudadano  feliz,  trabajador  y
                  consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige como punto de referencia
                  otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir que ha sido degradado. Pero debe usted
                  seguir fiel a un mismo juego de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético
                  siguiendo el reglamento de Pelota Centrífuga.


                  -Pero el valor no reside en la voluntad particular -dijo el Salvaje-. Conservar su estima y
                  su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.

                  -Vamos, vamos -protestó Mustafá Mond-. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado
                  lejos? -Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse
                  degradar por los vicios agradables.

                  Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas
                  valor. He podido verlo así en los indios.

                  -No lo dudo -dijo Mustafá Mond-. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado
                  no tiene ninguna necesidad de soportar nada que  sea  seriamente  desagradable.  En
                  cuanto  a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre
   147   148   149   150   151   152   153   154   155   156   157