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Nos subimos a la ambulancia, estaba totalmente forrada de plástico
en su interior, lo cual nos produjo sensación de encierro; el calor nos
invadió, sudaba, el aire fresco se terminaba lo que empeoraba su condi-
ción, así que, a pesar de no tener la autorización de algún hospital, nos
trasladamos al más cercano.
Fue un viaje eterno, sofocante, apenas con un pequeño tanque de oxí-
geno que estaba por terminarse; mientras controlaba sus signos vitales, vi
como su mirada se llenaba de lágrimas y transmitía miedo, pero el hos-
pital estaba cerca. Llegamos, y esperé que las puertas de la ambulancia
se abran de inmediato para estabilizarla, pero no fue así; en realidad, se
acercaron al vehículo a decirnos lo que ya sabíamos, que no había es-
pacio. Sentí decepción.
Volví a sentarme junto a ella, a llamar a cada hospital de la zona sin
obtener respuesta. Dos horas más pasaron entre cada contacto telefónico
y respuesta negativa, además del dolor de estómago que empezó, pues no
había probado bocado desde que empezó el día. Estaba agotada, la trans-
piración dentro del traje de protección no paraba; la cabeza y la vejiga
me iban a estallar. En fin, un montón de molestias que, estoy segura, no
llegan ni a la mitad de lo que imagino que sentía Doña Lupita y no hablo
solo del aspecto físico al sentir la falta de aire, si no del dolor espiritual,
primero al despedirse de su familia pensando en que no los volvería a ver
y segundo, al ver como pasaban las horas y el sistema de salud le daba
la espalda. De repente tomó mi mano y dijo: “Gracias Doctorcita, pero
nadie nos va a ayudar y si tengo que morir no quiero que sea en esta
ambulancia”. No soporté más y las lágrimas cayeron.
Seis de la tarde, se acerca el doctor encargado y al fin una buena no-
ticia: ¡Nos recibirían! pues se había habilitado una cama. Junto a Juan co-
rrimos a cumplir con el papeleo de los trámites de ingreso, lo logramos, y
en la puerta del hospital me despedida de ella. Con su mirada y un “Dios
le pague Doctorcita” supe que cada minuto de lucha a su lado valió la
pena. Recordé que esta fue mi motivación para empezar esta hermosa
carrera, el dar lo mejor de mí con cada paciente a cambio de sus agrade-
cimientos, luego vino un abrazo de su hijo y me marché.
En la noche llegué a casa, tomé una ducha y pensaba en cuánto afectó
la pandemia a mi ciudad, a mi país, al mundo. El hecho de pelear por un
lugar en un hospital y no tener tan solo un medicamento que nos permita
ayudar hizo que me derrumbe, el futuro era incierto.
Dos días después regresé al trabajo y me recibieron con la noticia de
que Doña Lupita había fallecido. Sentí culpa y que le fallé; tal vez si ha-
cíamos algo diferente, las cosas no hubiesen terminado así. Quizás, si no
estuviésemos en emergencia, donde todo escasea incluso la empatía por
el prójimo, ella seguiría con vida.
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