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EN SU MIRADA, LA VI
Por: Md. Augusta Terán
Los eventos importantes merecen un renglón especial, al igual que los
momentos dolorosos; en esta profesión encontré ambos y con ellos una
noble versión de mí, como trazo de electrocardiograma he recorrido altos
y bajos que hoy reflejan el tiempo.
Él fue un hombre de 84 años, nació en este mundo, pero era un ser
más de mar que de tierra; llevaba consigo la brisa y la sal, su piel guar-
daba el paso del sol en los años y su sangre recorría cálidamente sus me-
jillas; pintaba de acuarela sus ojos mirando por la ventana y los escasos
cabellos grises caían gentilmente entre el gorro y la frente. Tenía un aire
de lejanía, seguramente porque su mente también aprendió a volar para
llegar al océano, cerraba los ojos y con una voz muy fina, entonaba una
melodía de Elvis Presley, de la que nunca aprendí el título. Solía recor-
dármelo para que buscara la pista y encendiera su voz. La canción ya no
suena como antes en mi cabeza y de hecho creo que ya casi la he olvi-
dado, porque francamente no la quiero recordar.
A mediados de año, a casi tres meses de un rudimentario cautiverio,
con restricciones y sin visitas, no fue fácil hacerle comprender a un an-
ciano con demencia que no lo han visitado porque afuera hay un peligro
que lo asecha, menos sencillo fue hacer que una familia acepte la dis-
tancia; no es que él haya tenido una agenda apretada por cumplir, solo
tenía un amigo al que no podía ver. Una pandemia había llegado y posi-
blemente no terminaría sin llevarse más que solo el tiempo.
Él no había estado en contacto con nadie; su cuerpo era vulnerable.
Por meses luchó con un corazón insuficiente que apenas latía; sus pul-
mones se habían abandonado y simplemente se acostumbraron al oxí-
geno; caminaba tan poco y tan mal que sus piernas parecían columnas,
desvaneciéndose entre la bruma de la ropa. Prefería recostarse en la silla
plegable junto a la enfermería para recibir los piropos y las miradas de
las señoritas que le brindaban atención. Sonreía siempre con dulzura, em-
pático de pies a cabeza, un amante del inglés, de pocas palabras, pero
intelectual; un humilde servidor de la patria, hombre de uniforme blanco
que tras el caminar de los años se transformó en un vago recuerdo de
juventud. Solo quienes lo conocían, sabían que él era marino y no dejó de
serlo hasta el día en que se fue a navegar.
Tenía claro que en algún momento el virus iba a llegar, pese a todo
creí que la puerta principal se había blindado con esperanza; pero, el ro-
manticismo no tiene cabida en la realidad.
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