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braría en nosotros, jamás las vi bajar la guardia. Unas horas más tarde
            recibí los resultados del hisopado, todavía tenía una vaga esperanza que
            se disolvió con las letras en negrilla de un positivo seco e imperativo.
               En otra ocasión me habría sentido perspicaz y prevenida, un paso de-
            lante de la enfermedad; en otro momento habría dicho en mis adentros
            que lo sabía y que el tratamiento ya se estaba haciendo cargo, pero mi
            arsenal no estaba logrando lo que quería. En ese preciso momento sentía
            que todo lo que había estudiado no sería suficiente para salvar su corazón,
            el virus estaba diseñado para acabar con él, no había en la sala un hombre
            con más factores de riesgo. Tenía todo en contra, incluso antes del virus
            su pronóstico era malo, su corazón era una bomba con una fracción de
            eyección   por debajo de treinta por ciento, que en cualquier momento
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            dejaría de latir.
               Dicen los mentores, que todo médico ha vivido una muerte que no
            podrá olvidar, y esta es la historia de la mía; sé que muchos tienen una
            historia similar, cada uno perdió o perderá una parte de su vida en los que
            se van. De alguna manera está presente el mismo sentimiento, quizá en el
            mismo tiempo y lugar. Un maestro decía que no debe enlazarse los senti-
            mientos con la profesión, y solo hasta ese día entendí por qué lo decía; sin
            embargo, no lo habría enfrentado con la misma fuerza si fuera diferente.
               No quise irme a casa, me quedé setenta y dos horas, ese era el lugar
            en el que debía estar esa noche. Sobre mi reposaba un pesado traje y el
            respirador apretaba mis mejillas haciéndome irreconocible. Visité cada
            habitación con pasos que se hicieron imperceptibles; y, entre el ajetreo
            de los tanques de oxígeno y los monitores, caminé el pasillo más largo de
            mi vida hasta llegar al final de la sala, justo ahí estaba la habitación del
            marino. Miré el número de cama y junto a él estaba impreso su nombre,
            juro que hubiera querido suspender el tiempo en ese último momento.
               Giré la manija y con una cinta de recuerdos rodando en la mente entré
            a la habitación y lo vi, de una forma irracional, la última imagen que
            reflectaba en mi mente desapareció. El hombre del mar estaba sentado
            con las manos sobre el filo de la cama, sostenía su frágil cuerpo contra la
            gravedad y había adoptado una posición que al parecer le permitía apenas
            respirar. Jadeaba y parpadeaba tan aceleradamente que mis latidos no
            pudieron alcanzarlo. Un estridor estremecía mis tímpanos, sus conjun-
            tivas tenían un color tan pálido como la pared, una llama débilmente en-
            cendida se escapaba entre la oscuridad de sus pupilas y la desesperación
            invadió su rostro. En un segundo, tuve a mi lado todo lo que necesitaba
            para enfrentar a la muerte, no iba a rendirme ahí, no lo iba a dejar ir, no
            quería dejarlo partir o al menos no así.



            1 Se refiere al porcentaje de sangre que se bombea de un ventrículo lleno con cada latido del corazón
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