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Llevo muchos años en atención primaria de salud, donde la prioridad
            es asistir a pacientes vulnerables; por lo tanto, junto a otros compañeros,
            nos entregaron la disposición de encabezar el recorrido en territorio, para
            evaluación y especial seguimiento a dicho segmento, y en general a quien
            lo requiera en el trayecto. Era un verdadero desafío, dada la escasez de
            recursos para llegar a cada rincón de la comunidad; sin embargo, cumplir
            con el recorrido era la más grande motivación para continuar.

               Iniciaba abril y la situación empeoraba en todo el país. ¡Los casos au-
            mentaban descontroladamente! Cada visita era un cuadro doloroso, con
            familias completas contagiadas, en aislamiento obligatorio, en compli-
            cadas condiciones higiénicas y sanitarias de vivienda. Sentía una terrible
            opresión en mi pecho.
               Mitad de mayo y una nueva notificación: Es limitado el personal de
            salud para afrontar la demanda de pacientes en el área de aislamiento
            Covid, puesto que varios colegas se contagiaron, siendo la solicitud de
            las autoridades que el primer nivel apoye a la misión: “Atender a per-
            sonas altamente sospechosas y confinadas en área de aislamiento espe-
            cífico para sintomáticos respiratorios” Es aquí donde ocurrió el evento,
            cuya frase me atravesó el cerebro y el corazón para siempre.
               Estábamos  llenos.  No paraban  de llegar  con diferentes  estados de
            salud y pánico en sus ojos, el mismo que crecía el momento de recibir la
            noticia que debían ser ingresados al servicio, con la necesidad imperiosa
            de recibir oxígeno; eso que llamamos “Hambre de aire”. Los familiares,
            inamovibles a la espera de las noticias de sus seres queridos; necesitaba
            una increíble fuerza para transmitirles la información, sea positiva, neutra
            o desalentadora.

               Un día, al pase de visita, un paciente con insuficiencia respiratoria
            grave pero consciente de sí mismo y la gravedad de su condición, me
            dijo: “Ahora me doy cuenta cuánto cuesta el aire y puede que muera a
            causa de ello”. Me quedé helado. Comentó que vivía en una pequeña
            finca, ya entrado en años él. Sus manos reflejaban el paso del tiempo, de
            la mano del trabajo duro de toda su vida; yo, con dos pares de guantes,
            podía sentirlo. Su frase me trasladó a una dimensión desconocida, mien-
            tras continuaba diciéndome: “Jamás me preocupé sobre la importancia
            del aire en la finca, puro a toda hora, respirando de manera inconsciente,
            automática. Si llego a salir de esto, en cada inhalación me daré cuenta
            de lo millonario que soy”.

               Una pausa, silencio, yo en algún tipo de trance. “¿Cuánto cuesta el
            oxígeno?” me preguntó. Sobre la marcha, remató: “¿Imagínese cuánto
            tendría que pagar por todos los años que llevo respirando gratis?”.




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