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rente y esperar no era una opción, con la duda quemando en las cienes;
aunque el diagnóstico no fuera positivo para el virus había que actuar e
iniciar el contraataque, así que mientras se analizaban las muestras, había
iniciado el protocolo de tratamiento en el marino, pero a partir de esa
tarde, nada sería lo mismo.
Al día siguiente, mi hombre del mar necesitó incremento de oxígeno,
tuvo una noche agitada, no había dormido discutiendo con las luciér-
nagas sobre la almohada. Su pecho parecía salido del agua, no conseguía
sostener la mano sobre el abdomen, apenas y lograba mantenerse sen-
tado, dejó de alimentarse, sus ojos no miraban el mundo, lo rechazaba
y reclamaba a las barandas entre palabras que lo habían apresado. Mos-
traba una frente fruncida y disgustada, en ese punto ningún medicamento
me hizo justicia.
Intenté calmarlo, tocando la piel de su cara, no solo estaba desgas-
tada, también estaba caliente y húmeda, el pulso aumentado, la respi-
ración jadeante; era necesario que el tratamiento inicial se intensificara,
pero, con la sospecha de un virus potencialmente peligroso que dispara
a matar. Debo reconocer que sentía la mente explotar en impaciencia.
El corazón es buen consejero siempre y cuando el cerebro le indique el
modo y tiempo correcto; mi hombre tenía el corazón tan grande y perdido
como el mundo en que vivimos y los pulmones tan ahogados como los
barcos en la profundidad, que no dejaba de pensar en el hasta cuándo. El
número de sospechosos incrementó, casi la mitad del servicio se encon-
traba aislado, los pasillos se tornaron fríos, como un pasaje desconocido,
dónde tras cada puerta alguien dejaba de ser.
El amanecer es un símbolo de un nuevo comienzo, pero después de
dos días de incertidumbre, el amanecer se convirtió en agonía; el hombre
de sal empeoraba, era imposible sacarlo de la cama, parecería que nada
hacía efecto. Al contrario del día anterior, lo encontré dormido, cuando
despertó, se despojó de la ropa, quitó las sábanas y me miró; dijo algo
que no olvidaré: “I love you my friend” mientras ponía la mano sobre mi
brazo. Por dentro el corazón se recogió, se conjugó con un dolor intenso
y lancinante, debía reponerme, tenía que cumplir el rol que un médico
debe cumplir: ser fuerte y no desmoronarme. Fue sin duda un momento
complejo, cargado de tantos sentimientos grises, apenas y veía el blanco
de sus ojos. Inspiré profundamente, solté sus manos, lavé las mías y salí.
Esa tarde sin duda, fue la más fatigada de nuestras vidas. Hasta ahora
no había mencionado al equipo que me acompaña cada día, pero no ha-
bría sido lo mismo sin ellos, no hubiera sobrevivido sin el orden y perfec-
ción de la siempre eficiente enfermera, era más que mi mano derecha, era
mi amiga. A su lado estaba como todos los días, la incansable actitud y
risa de alto decibel de Raquel, fueron el complemento perfecto, el miedo
no pudo con sus inmensas ganas de servir y aunque ese día algo se que-
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