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Eran casi las tres de la tarde, de un día a finales de junio. Él estaba
            sentado frente al cristal, habitualmente era galante, jamás interrumpía
            una conversación que no lo incluyera, no acostumbraba a hablar consigo
            mismo, pero esa tarde tuvo una conversación agitada con el haz de luz
            que atravesaba la ventana; se había retirado el oxígeno y su pecho agitado
            se descubría entre la camisa de botones. Sus ojos pintaban con una acua-
            rela diferente, sus manos se movían descoordinadas intentando golpear
            los rayos decadentes. No era él.
               Acomodé mi mascarilla y después de lavar mis manos, tomé las suyas
            y le pregunté qué le sucedía. Me miró como atravesándome el cráneo, me
            ignoró, me retiró la mano derecha, revolvió unas palabras entre los labios
            y me alejó. En su habitación, la presión arterial no era diferente que otros
            días, el pulso adecuadamente controlado, pues el betabloqueante había
            sido un espléndido compañero durante años; la saturación mantenía ese
            número desde la velada pasada, tan rutinario y corriente como cualquiera.
            La respiración templada y como brisa al pasar, su piel tibia y delicada;
            solo su oxígeno permanente lo acompañaba, era su compinche y bien he-
            chor que jamás lo abandonaba, siempre lo respaldó. Le daba la seguridad
            que necesitaba y él se había acostumbrado a vivir junto al tanque blanco
            de rueditas.
               Se recostó de lado y jaló la cobija. Una preocupación helada reco-
            rrió mis entrañas, lo noté extraño y ajeno, como si se hubiera escapado
            el hombre gentil y en su lugar respondía una mente tan abruptamente
            diferente y fluctuante, que juraría me pareció escuchar una marejada de
            pensamientos desorganizados que dejaban ahogar la atención y desmoro-
            narse la conciencia. No era ese hombre y yo debía ser la mujer que dejaba
            a un lado el corazón para dar paso a la ciencia. Debía actuar.

               Mientras solicitaba los análisis, la enfermera, una mujer tan eficiente
            como bonita, decía que el día que el marino nos abandone, dejaría un
            espacio tan profundo en el pecho, que el mar podría caber ahí dentro.
            Sus palabras se hicieron tan vívidas, que podía escuchar el murmullo del
            mar muy cerca de mi quinta costilla. De pronto, por la puerta advertí los
            ojos de una colega, no podía ver su rostro, pero me miraba con temor;
            agitó su mano pidiéndome con señas que la acompañe y al acercarme me
            mostró un CD rotulado con el nombre de alguien tan importante para ella
            como el marino para mí. Con la voz entrecortada me dijo que temía que
            consigo estuviera el primer caso sospechoso y junto a él, alguien más
            compartiendo habitación y los mismos síntomas.

               No intentaré describir el temor que sentí, pensé en el marino. Ingenua-
            mente agité la cabeza, como si con eso pudiera evitarlo, traté de borrar la
            imagen del mar en el vació de mi pecho; calmé la ansiedad dejando a mi
            cerebro tomar el control, se emprendió el plan que meses atrás habíamos
            previsto. Estudiarlo y planificarlo fue sencillo, aplicarlo fue muy dife-
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