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la zozobra, ella veía a los médicos ingresar a las áreas contaminadas con
            tal fortaleza y disposición que sorprendía.

               Los inagotables trámites, los pedidos de laboratorio y de imagen, los
            ingresos de pacientes, así como las escasas altas que se daban, perdieron
            a nuestra protagonista del entorno que la rodeaba y para cuando se per-
            cató ya estaba por terminar su estancia en aquel lugar, es ahí cuando de
            un sobresalto, abrió los ojos, y se vio frente a su realidad, se reencontró
            con lo que quería, ser médico, aquello por lo que se ha preparado tantos
            años. Pensó en que no había revisado a sus pacientes, ni les había pre-
            guntado cómo estaban cada mañana como lo solía hacer en los buenos
            tiempos, solamente los conocía por sus nombres en medio de centenares
            de trámites y papeles. Aspiraba ver al paciente y dejar el papeleo a un
            lado, al menos por un momento, para conocer de verdad a esas personas
            por las que se trasnochó en cada turno, fue ahí que con un desenfreno
            salido desde el fondo de los huesos se preparó para ingresar al lugar res-
            tringido; entonces, se vistió “de astronauta” para ir a un nuevo infinito,
            se sintió imponente, lo que ya hace mucho tiempo no había sentido, se
            introdujo en ese traje como preparándose para la guerra, una guerra que
            era con ella misma y sus inseguridades.
               Colocarse la mascarilla y el visor no era lo difícil; complicado era res-
            pirar después de haberse colocado toda esa protección y sentir el ahogo
            que seguramente no se compara con el que sienten los pacientes, además
            de la dificultad para examinar cómo los últimos años lo había hecho.
               Cuando se abrió esa puerta, que solo la había visto con un letrero
            que impedía su paso ya no había marcha atrás, al dar los primeros pasos
            dentro  del  lugar  vio  el  primer  cadáver, amortajado  frente  al  elevador
            esperando su recorrido a la siguiente parada, la morgue; un estremeci-
            miento recorrió su cuerpo y siguió el paso, era otro universo, lleno de ca-
            bles y máquinas que sostenían la vida del ser humano al que conectaban,
            quien sufría tendido en una cama de hospital. Pacientes con flujos altos
            de oxígeno que no lograban por sí solos la función más vital, respirar.
               Al dirigirse a la primera habitación fue instantáneo ese segundo que
            se grabó en su cabeza, al ver a aquel joven recostado en la camilla, som-
            noliento, que con sus torpes movimientos había desconectado el dispo-
            sitivo que le proveía el oxígeno. Se notaba en sus facies la agonía que
            ya circulaba por sus venas y esos ojos entrecerrados que con dificultad
            lograban parpadear, entonces recapacitó: “No estoy aquí por mis sueños
            o ideales, sino por los de ellos, por el anhelo que tiene aquel hombre
            de volver a ver a sus seres amados y el deseo que posee su espíritu de
            liberarse de aquel ventilador que lo mantiene atado”, se dijo a sí misma.
               Ahí estaba Sofía en el punto cero, con las máquinas pitando y los
            pacientes en una constante lamentación, viendo sus respiraciones acele-

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