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sideraba que, al yo ser hija única, de una madre viuda, era más factible
            para mí tomar ese lugar, con la aplicación de todas las medidas de biose-
            guridad e higiene.
               “Toma te paso el número y le escribes diciendo que estás dispuesta a
            trabajar”, me respondió. Me pregunté: “¿Qué podría pasar si lo hago y
            me rechazan? Como tal nada cambiaría, pero y si…” Envié el mensaje
            a ése médico desconocido, con mi hoja de vida y la incertidumbre que
            todos hemos tenido de si al dejar esa carpeta seremos llamados. No pasó
            ni un minuto y obtuve respuesta: la entidad me abría las puertas, durante
            la pandemia y a futuro. ¡Nunca antes me sentí tan agradecida!
               Llevo ya seis meses, y contando, en dicho lugar, sintiendo mi vida
            llena de alegría, cumpliendo un propósito, guiando y curando a enfermos,
            complementando  cada  tratamiento  con  mucha  calidad  humana,  escu-
            chándolos, brindando cariño a tantas personas heridas por el miedo, la
            angustia, el duelo.

               De los varios casos vistos, uno causó un impacto profundo en mí. Era
            una pareja de mediana edad, llegaron sosteniéndose el uno al otro. Ella
            tenía un respirador portátil y se le dificultaba hablar, mientras él la miraba
            con amor y trataba de infundirle fuerza con palabras de aliento. Solicité
            urgente estudio de imágenes, pues sus pulmones no sonaban bien, situa-
            ción que fue confirmada con las radiografías posteriores. Reconozco el
            horror que viví al verlas, el mismo que fue disimulado tras la mascarilla
            que utilizaba.
               Con pesar comuniqué sobre la fuerte afección que tenía, lo que su-
            pondría un posible traslado a una institución de mayor complejidad si el
            cuadro empeoraba. Mis palabras retumbaron en el lugar, dada la coyun-
            tura de centros de salud colapsados, pero no había más opciones, puesto
            que la parte útil de sus pulmones no pasaría de un uno por ciento.
               Un par de días después, el esposo volvió a la consulta a pedirme que
            revise los exámenes de ella. Como correspondía, le pregunté sobre ella
            y me contestó lo siguiente: “Doctora luego de llegar a casa ése mismo
            día, se ahogó y ya no dio más. Sólo quería revisar sus exámenes para ver
            cómo estaba”. Me quedé fría.
               Obviamente el shock y la pena lo hacían actuar, preguntándome sobre
            los resultados de laboratorio de alguien que ya no estaba más presente en
            vida, pero sí en su corazón.
               Para muchos, este año ha sido de gran dolor, ha tenido grandes cam-
            bios también, pero mi vocación ha podido vencer durante un tiempo de
            incertidumbre.




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