Page 7 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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La  posibilidad  en  1831  de  insuflar  una  segunda  vida  artística  y  comercial  a
           Frankenstein, o el moderno Prometeo era muy seductora para Mary Shelley por dos
           motivos.  Por  un  lado,  las  posibles  ganancias  que  obtendría  con  la  operación  le
           ayudarían  a  sobrellevar  su  precaria  situación  económica.  Y,  por  otra  parte,  la

           reedición de su obra más importante hasta entonces quizá serviría para consolidar el
           incipiente prestigio literario que poco a poco se estaba labrando. Al fin y al cabo, ella
           era una escritora profesional que vivía de su trabajo. Publicaba regularmente relatos
           fantásticos  como  «El  sueño»  («The  Dream»),  o  los  frankensteinianos  «El  mortal

           inmortal» («The Mortal Inmortal: A Tale»), «Roger Dodsworth, el inglés reanimado»
           («Roger  Dodsworthz  The  Reanimated  Englishman»),  «Valerio,  el  romano
           reanimado»  («Valerius:  The  Reanimated  Roman»)  y  «La  transformación»  («The
           Transformation»), en la revista The Keepsake. No olvidemos tampoco sus novelas:

           Valperga: or The Life and Adventures of Castruccio, Prince of Lucca [Valperga, o la
           vida y aventuras de Castruccio, príncipe de Lucca] (1823), The Last Man [El último
           hombre] (1826), The Fortunes of Perkin Warbeck, A Romance [La suerte de Perkin
           Warbeck: una novela] (1830), e incluso se atrevía con alguna pieza dramática como

           Proserpine: A Mythological Drama, in Two Acts [Proserpina, un drama mitológico
           en  dos  actos]  en  The  Winters  Wreath  of  MDCCCXXXI,  la  cual  estaba  a  punto  de
           publicarse. Pero, sin duda, la gran obsesión que domina la vida de Mary Shelley es la
           recopilación  y  divulgación  de  la  obra  de  su  marido,  el  gran  poeta  Percy  Bysshe

           Shelley,  tarea  iniciada  con  Posthumous  Poems  of  Percy  Bysshe  Shelley  [Poemas
           póstumos de Percy Bysshe Shelley] (1824).
               Pero  probablemente  existía  otra  razón  muy  íntima  para  revisar  las  páginas  de
           Frankenstein,  o  el  moderno  Prometeo.  Mientras  el  cálido  sol  de  primavera  se

           enseñoreaba  de  la  pequeña  biblioteca,  Mary  Shelley  se  sumía  en  la  nostalgia  y  el
           desaliento. Era viuda, con tendencia a la melancolía, y apenas efectuaba vida social,
           si exceptuamos a un reducido y muy selecto grupo de amigos; vivía en un austero

           apartamento  en  Somerset  Street  junto  a  su  criada  suiza  Millie  y  su  hijo  Percy
           Florence, y se consideraba víctima de un destino fatal, trágico. «El conjunto de toda
           mi vida ha sido la desgracia y lo seguirá siendo porque estoy marcada. Nunca podré
           ser feliz, y mi única esperanza está en no ver, y por eso mismo continuaré siendo
           herida cruelmente, desamparada en este abismo sin fondo que es mi vida. Cuando

           estoy sola, apenas puedo soportar el peso de la aflicción, pero en compañía de otros
           es  casi  peor»,  escribió  en  su  diario.  En  cierto  modo,  se  consideraba  la  última
           superviviente  de  toda  una  estirpe  de  hombres  y  mujeres  mimados  por  los  dioses

           Apasionados  y  turbulentos,  honestos  y  contradictorios,  fascinantes  y  siniestros,
           adoradores de la belleza y del amor, Percy, Lord Byron, John William Polidori, la
           madre a la que admiró sobrecogida por la frialdad del cementerio de Old St. Pancras
           Church,  Mary  Wollstonecraft,  su  hierático  padre  William  Godwin,  su  hermanastra
           Claire,  y  los  amigos  fallecidos  o  casi  perdidos  en  la  distancia,  como  Leigh  y

           Marianne Hunt, Matthew Gregory Lewis, la condesa Potocka, Edward Trelawny o



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