Page 185 - El Retorno del Rey
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tampoco ahora el mecanismo o el cerrojo que la retenía, la escaló como la
primera vez, y se dejó caer en el suelo del otro lado. Luego fue furtivamente a la
salida del túnel de Ella-Laraña, donde aún flotaban los andrajos de la tela
enorme, oscilando en el aire frío. Frío le pareció a Sam después de las tinieblas
fétidas que acababa de dejar atrás; pero lo respiró y se sintió reanimado.
Avanzando con cautela, salió al aire libre.
Todo alrededor la calma era ominosa. La luz brillaba apenas, como en el
crepúsculo de un día sombrío. Los grandes vapores que brotaban de Mordor y se
alejaban en estelas hacia el oeste flotaban a baja altura, apenas por encima de la
cabeza del hobbit, una marejada de nubes y humo iluminada de tanto en tanto
desde abajo por un lúgubre resplandor rojizo.
Sam alzó la cabeza hacia la torre, y en las ventanas estrechas vio de pronto
unas luces que se asomaban, como pequeños ojos rojos. Se preguntó si se trataría
de una señal. El miedo que les tenía a los orcos, olvidado por algún tiempo en la
furia y la desesperación, volvió a él. No le quedaba en apariencia sino un solo
camino: seguir adelante y tratar de descubrir la entrada principal de la torre
terrible, pero las rodillas le flaqueaban, y descubrió que estaba temblando.
Apartó la mirada de la torre y de los cuernos del desfiladero que se alzaban ante
él, y obligó a los pies a que le obedecieran, y lentamente, aguzando los oídos,
escudriñando las sombras negras de las rocas que flanqueaban el sendero, volvió
sobre sus pasos, dejó atrás el sitio en que cayera Frodo, y donde aún persistía el
hedor de Ella-Laraña, y continuó subiendo hasta encontrarse otra vez en la
misma hendidura donde se había puesto el Anillo y de donde viera pasar la
compañía de Shagrat.
Allí se detuvo y se sentó. Por el momento no contaba con fuerzas para ir más
lejos. Sentía que una vez que hubiera dejado atrás la cresta del desfiladero y
diera un paso hollando al fin el suelo mismo de Mordor, ese paso sería
irrevocable. Nunca más podría regresar. Sin ninguna intención precisa sacó el
Anillo y se lo volvió a poner. Al instante sintió el peso abrumador de la carga, y
otra vez, y ahora más poderoso y apremiante que nunca, la malicia del Ojo de
Mordor, escudriñando, tratando de traspasar las sombras que él mismo había
creado para defenderse, pero que ahora sólo le traían inquietud y dudas.
Como la primera vez, Sam advirtió que el oído se le había agudizado, pero
que las cosas visibles de este mundo eran vagas y borrosas. Las paredes de
piedra del sendero le parecían pálidas, como si las viera a través de una bruma,
pero en cambio oía a lo lejos el desconsolado burbujeo de Ella-Laraña; y ásperos
y claros, y al parecer muy próximos, oyó gritos y un fragor de metales. Se
levantó de un salto y se aplastó contra el muro que bordeaba el sendero. Se
alegró de tener puesto el Anillo, porque otra compañía de orcos se acercaba. O
eso le pareció al principio. De pronto cayó en la cuenta de que no era así, que el
oído lo había engañado: los gritos de los orcos provenían de la torre, cuyo cuerno