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Después de esas prédicas tuvimos la oportunidad de visitar la Argentina. Un día mi
hermano nos dijo: “Vamos a un encuentro de misioneros –un retiro en la Cumbreci-
ta, Córdoba–, si quieren pueden acompañarnos”. Nosotros otra vez contestamos: “Sí,
sí vamos”. Así que fuimos en auto desde Paraguay. La primera noche nos quedamos
en la ciudad de Santa Fe, sin conocer nada del país, ni del idioma, ni nada. Fue intere-
sante porque después de un tiempo volvimos y vivimos en esa misma ciudad dieciséis
años, mientras plantábamos iglesias. Sí, Dios tenía un propósito con nosotros.
Seguimos el viaje, y surgió un problema con el auto; tuvimos que quedarnos una se-
mana en la ciudad de Rosario porque los mecánicos no podían conseguir los repues-
tos del vehículo; se habían quemado dos válvulas del motor y tuvieron que desarmar-
lo. Durante ese tiempo, el Señor nos dijo: “Quiero que vuelvan a esta ciudad, en esta
zona y planten iglesias”, aunque no conocíamos nada. Por eso cuando me toca hablar
al respecto yo titulo mi testimonio: Dos válvulas quemadas y el llamado de Dios.
Después seguimos viaje hasta Chile. Al regreso fuimos a un encuentro con algunos
líderes, pastores y misioneros que tenían muchos años en el servicio. En este tiempo
Elena tenía 23 años y yo 24. Los mirábamos y pensábamos si acaso podríamos hacer
lo mismo que esas personas, de servir al Señor como misioneros.
Regresamos a los Estados Unidos, y de allí fuimos a Inglaterra, un viaje de corto
plazo, con un grupo de jóvenes; y después a España, donde nos quedamos a vivir
tres meses. Allí trabajamos con David Godwin y le ayudamos a plantar una iglesia en
Sevilla. David ha escrito un libro sobre plantación de iglesias. Tuvimos el privilegio de
trabajar a su lado, aprendimos mucho, nos enseñó sobre la necesidad espiritual que
había en ese lugar. Durante la estadía en España recibimos muy buena capacitación.
Cuando regresamos presentamos nuestra solicitud para ser misioneros, y empeza-
mos a levantar los fondos para nuestro sostén durante un año y medio. Más tarde
fuimos un año a San José de Costa Rica, donde nació nuestro primer hijo, y por fin
llegamos a la Argentina el 12 de septiembre de 1988.
Lo primero que hicimos fue ir a ver a nuestro líder, de la Unión de las Asambleas de
Dios, y le hablamos de lo que sentíamos, de ir a trabajar a Rosario.
El superintendente en ese tiempo era Daniel Graso, le contamos también nuestros
proyectos y él nos comentó sobre las obras que ya había en Rosario, y que más allá,
en Santa Fe, también en la provincia de Formosa y en La Rioja, la Unión de las Asam-
bleas de Dios, nuestra fraternidad, no tenía ninguna iglesia. Ellos querían abrir algo
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