Page 99 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
era mi sangre. Si pensaba en mi padre, me agredía desde el fondo la certeza de que lo
estaba suplantando. Yo era como un mal imán llamando a deshora a la oración, un actor
que recita su papel en una historia falseada y contingente.
La gesticulación era la apropiada, adecuadas las postraciones, aprendidas de
memoria las alabanzas, exactos el vestuario y la intensidad de las miradas y el tono de las
réplicas; pero no era mi vida verdadera, ni yo era aquél. Mi verdadera vida se agazapaba y
se escondía, se afinaba hasta desaparecer —menuda y gris, pero palpitante como un
animalillo— debajo de tanto derroche de palabras y tantos oropeles.
Al cuarto día recibí correos de Granada. Los abencerrajes, que acudieron con
presteza a la llamada de mi madre y Aben Comisa, me habían aceptado; al pueblo
extenuado lo ilusionaba la aparición de una intacta esperanza. ‘El que a hierro mata, a hierro
muere’, decían de mi padre entre jolgorios y celebraciones. [Yo me planteaba por
entretenerme, sin resolver la cuestión, qué estarían haciendo las concubinas del harén,
acostumbradas en los destronamientos a cambiar sólo el nombre de su amo; los chismes,
las banderías, las peleas que entre ellas se habrían provocado; cómo recibirían a la nueva
sultana, mi mujer, a la vez que a la antigua, restituida en su honor de sultana madre; qué
haría Soraya, cuyas ambiciones, de momento, parecían naufragar... Y, en ese imaginado
batiburillo del harén, veía los gruesos labios y la espigada estatura de la negra que conocí
en la visita con Nasim. ‘Aunque quizá haya muerto —me decía—, o si sigue allí, por su
edad, se habrá convertido en una servidora de las otras.’] Mi padre, desde los Alijares, con
unos pocos fieles, se había lanzado a recuperar la Alhambra.
El dueño de ella se convierte en el del Reino al ser dueño del símbolo; hasta el punto
de que las cartas africanas dirigidas al sultán granadino se inician con la invocación de
‘Señor de la Alhambra’. Aben Comisa, en mi nombre, se había apoderado de ella, y, desde
las murallas de la fortaleza, rechazó la embestida del sultán legítimo. Luego, desde la Torre
de Armas, con los suyos —quiero decir con los míos— consiguió sin mucha dificultad
explulsarlo de la Sabica. Tras una lucha sangrienta, pero breve, en las calles de la ciudad,
con los tradicionalmente turbulentos habitantes del Albayzín a mi favor, el triunfo de mis
partidarios había sido completo.
Según los correos, el pueblo ardía en deseos de contemplar a su nuevo rey; en la
historia de la Dinastía era anormal que el caudillo de una insurrección no se hallase al frente
de sus secuaces.
—¿Qué se sabe de mi tío Abu Abdalá? —había preguntado.
Llegó a tiempo, desde Málaga, de presenciar la derrota de mi padre, pero no de
intervenir en la contienda. Los dos hermanos, a uña de caballo, se habían refugiado en
Málaga de nuevo, la ciudad predilecta de mi tío, de la que él era asimismo predilecto. Para
mí, pues, era ya ineludible retornar.
Entré por el Albayzín, entre vítores. Mi madre me esperaba en la Puerta de Fajalaúza,
más radiante que nunca; tanto que parecía casi hermosa: acaso el poder embellece. ‘No a
mí’, pensé. Moraima, sin embargo, me recibió sin aspavientos, con una digna naturalidad.
Sus ojos, indagadores, buscaban los míos. Yo la besé en los párpados, y ella reclinó
un instante su cabeza en mi hombro.
—Todo sucede para bien —murmuró—. Sea lo que sea.
Bajo arcos de flores entramos en la Alhambra. Mi madre y Aben Comisa habían
designado a quienes, en adelante, serán mis hombres de confianza. Por debajo de ambos,
el que ostenta mayor poder es Yusuf Ibn al Adalbar, el cabecilla de los abencerrajes.
Acepté: ni deseaba llevarles la contraria, ni habría servido para nada hacerlo.
La única condición que impuse, aunque no creo que pueda llamarse así, fue habitar el
palacio de Yusuf III, en lugar del que mi padre había habitado, que era el de los últimos
sultanes; aún para eso me costó trabajo obtener la aprobación de Aben Comisa, que
consideraba más demostrativos de la majestad los palacios más suntuosos. Mientras le
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