Page 102 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Aunque se mantenga a favor de mi padre, o quizá por eso mismo; aunque luche en un
simulacro de reino, entre Guadiaro y Almería; aunque suponga que ese trozo de costa,
cuando nos asentemos, caerá en nuestro poder. Porque no sé de cierto cuál es nuestro
poder.
Porque sólo podré decir de verdad “nuestro” cuando mi brazo cuente con el brazo de
mi tío, “el Zagal”.
El rey Fernando se apresuró a provisionar Alhama para impedir que, apoyados en la
derrota de la Ajarquía, nos aprestásemos los granadinos a reconquistarla. Lo cierto es que
esa posibilidad se planteó en el Consejo por Aben Comisa; pero el Consejo resolvió que la
política más cauta era la de mantenernos dentro de nuestros límites, y fortalecernos para lo
que viniera. Y que, en efecto, vino: los cristianos de Murcia entraron por Vera en el Reino,
destrozando sembrados, a principios de abril.
Y fue mi madre la que vio cernerse el máximo peligro; no en las tierras más próximas a
Murcia, sino en Almería, residencia del príncipe Yaya, el hijo de Ibn Salim.
No pasó una semana sin que se confirmaran sus sospechas: el rey Fernando iba a
utilizar contra Granada la misma traición que utilizó de príncipe; iba a introducir entre los
nazaríes un tercer bando y una segunda discordia, más radical que la primera, entre mi
padre y yo. Desde Vera continuaron los cristianos su ruta hacia Almería, que el traidor Yaya
había prometido entregarles. Destacamos un reducido ejército para impedir la traición. Pero
no lo habríamos conseguido si unas atroces y milagrosas lluvias, que decidimos atribuir a la
misericordia de Dios, no hubieran colaborado con nosotros. Creo que, por el lado de
Almería, podemos momentáneamente respirar. Sin embargo, tengo informes de que
Fernando ha situado naves en el Estrecho para evitar que los prisioneros de su religión sean
expedidos por mi padre, desde la alcazaba malagueña al Norte de África, a cambio de
refuerzos. La pasada semana yo he puesto mi sello en cartas al sultán de Marruecos en que
le suplico que, si ha de enviar soldados, lo haga al Señor de la Alhambra y no al señor de
Málaga. Y he sufrido al sellarlas.
Días atrás partió de aquí una expedición de castigo, amparada en la estela del
desconcierto de la Ajarquía. La mandó Hamet Abencerraje, y se dirigió a las tierras de
Alonso de Aguilar, a Luque y a Baena. Su retorno con un opulento botín hace dos días fue
muy celebrado por la gente de Granada; tanto que, celosa mi madre del éxito de Hamet,
vino anteanoche a verme.
—Es imprescindible que arranques una victoria, Boabdil. Tu padre y tu tío se han
cubierto de fama a los ojos de los granadinos.
Con un pueblo no puede jugarse a calentarlo y enfriarlo. Desde hace dos semanas se
preguntan si han hecho bien; necesitamos persuadirlos de que eligieron al mejor. ¿No te
hierve la sangre ante la ocasión que te proporciona tu buena estrella? ¿Vamos a
conformarnos con unos cuantos rebaños de bueyes o de cabras? El éxito de Hamet se les
olvidará a los granadinos antes de que terminen de comerse la carne del ganado; acuérdate
de cómo se burlaron de tu padre por la manada de vacas que trajo de Tarifa.
Ayer se estudió con detalle dónde sería más cuerdo dar un golpe seguro: cuál es la
zona menos defendida; qué poblaciones están sin sus alcaides, presos o muertos o heridos
en la Ajarquía, qué territorios conocen mejor nuestros estrategas. Es la primera expedición
que yo voy a mandar personalmente y, por lo tanto, he de volver rebosante de laureles y
despojos. Mi madre me lo exige, según ella en nombre de Granada.
Aliatar, con las cartas geográficas por delante, señaló con un ancho índice indiscutible
—le decía yo luego a Moraima que es un índice más de vendedor de especias que de
mayordomo de la casa real—.
Lucena es una ciudad cercana a la frontera, con un luminoso y legendario pasado
judío. Tiene un recinto amurallado y un arrabal no extenso; no alberga más de trescientos
vecinos, según me indican.
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