Page 97 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
El alcaide tuerto nos tranquilizó. Hablaba sin cesar, acaso rebasado él mismo por la
solemnidad de las circunstancias en que se veía inmerso. La conspiración de mi madre se
hallaba mucho más avanzada y su urdimbre era mucho más meticulosa de lo que creíamos;
casi todas las ciudades del Reino habían sido advertidas y tomado nuestro partido.
—La sultana Aixa —decía el alcaide con admiración— ha sido una heroína previsora:
qué gran madre tenéis. Y probablemente será tan inflexible como previsora con quienes no
la acaten —agregó de buen humor—: sin duda a una mujer le resulta más difícil que a un
hombre no ejercer el poder cuando lo agarra. ¿Será ésa la respuesta a su hábito de
subyugación? Les sucede como a los tímidos —¿me miraba a mí con su único ojo?—, que
pasan de la cortedad al desenfreno apenas se les proporciona el pretexto.
El calor asentaba, a cada instante con más peso, sus doradas manos sobre las cosas.
La mañana era interminablemente pura e interminablemente azul, demasiado como para
perderla escuchando los ingenios sobados de un alcaide. Fui hacia el pretil de la azotea.
Miré el ancho mundo que se me ofrecía.
Me flotaba la cabeza, tras la noche de viaje, como si la hubiese pasado bebiendo.
Pensé aturdidamente: ‘Al hombre le gusta hacerse la ilusión de que es poderoso y de que
es libre.’ Apenas oía el murmullo del alcaide aburriendo a mi hermano. No me sentí ni libre
ni poderoso en aquella suntuosa mañana. Y no sólo en aquella mañana; quizá no lo fui
nunca, ni nunca lo sería. Ni deseaba serlo... Acaso nadie lo desea de veras, y se conforma
sólo con la ilusión, más llevadera que la realidad. Y acaso, lo que es peor, el hombre actúa
bajo esa misma confusión que él se provoca. [Luego —debo confesarlo— los
acontecimientos me arrastraron, y yo incurrí también en tal error.] Me volví hacia la torre de
la fortaleza, recortada contra el profundo azul.
Desde ella, moviendo las ancas y las colas, dándome a su vez la bienvenida, más
sinceros, por descontado, que el alcaide, se me acercaron unos alanos que había visto
corretear por el patio. Miré sus dorados e inocentes ojos; uno era tuerto, lo mismo que su
dueño.
Miré el subido de color de la tierra, el terso cielo. Miré las flores que decoraban con su
magia un macizo. Pensé: ‘Las flores son la sonrisa de Dios, la mejor prueba de su bondad;
la belleza que, al ser superflua, es doblemente bella. Quizá se nos anticipan como testigos
de los colores que tiene el Paraíso. Ellas son el único testimonio indiscutible de que
podemos tener esperanza.’ Me pareció imposible, en aquella insondable y sencilla mañana
de verano con que una vez más se inauguraba el mundo, que estuviésemos los hombres
tratando de matarnos unos a otros por algo que hemos dado en llamar poder o religión. Me
pareció imposible que, por vivir mejor —aunque ignoremos qué sea lo mejor—, seamos
capaces de perder la vida.
Al llegar tenía un hambre como desde antes de mi enfermedad no había tenido; pero
ahora me habría sido imposible tragar ni un bocado: se me cerró el estómago como una
bolsa de cuyas cintas alguien hubiese tirado bruscamente. Agradecía a quienes me
invitaban a comer a la suave sombra de un emparrado; di un poco de comida a los perros,
que continuaban meneando su incansable cola embebidos en mí; acaricié sus majestuosas
y dóciles cabezas, y pedí retirarme a descansar.
No descansé. El amasijo de mudanzas era excesivamente complicado. Sin querer —o
peor aún: cuando menos quería, más—, mi imaginación volaba hacia mi tío Abu Abdalá.
¿Dónde estaría ahora?
Con antelación había salido de Granada hacia Málaga para planear unas defensas en
el puerto y prevenir las posibles ayudas magrebíes. Ignoraba, por tanto, lo que había
sucedido. Su elección entre mi padre y yo aún estaba en el aire; pero yo sabía qué partidario
era de la legalidad. Me venían a las mientes, desgranados, gestos suyos de lealtad y amor,
su hombría y su rectitud. Y me reiteré cuánto habría ganado el Reino si, en lugar de
proclamarme a mí sultán, lo hubiese proclamado a él.
Fue entonces cuando me embargó por primera vez la tentación. Era como una
presencia corporal y creciente; me rodeaba y me oprimía; me habría bastado alargar un
poquito la mano para tocarla. Abrí los ojos para librarme de ella. El sol, cada vez más alto,
calentaba en demasía; se filtraba por la cristalera; iba a estrellarse contra el suelo casi
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