Page 93 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
atribulados. Por eso se ganó, con sobornos y falsas devociones, a los imanes y a los
alfaquíes, y en la oración de los viernes, dentro de todas las mezquitas, se predicaba a
gritos contra la obscenidad de las costumbres, contra la lubricidad y la rijosidad de los
ancianos, contra los excesos de la carne y del poder, contra la degradación de los hábitos
tradicionales, y contra las nefastas influencias de los renegados fingidos. Todos los fieles
entendían contra quiénes iban dirigidos tales dardos, y todo se encarrilaba, con cautelosa
firmeza, hacia la sublevación.
Pero el otro partido no permaneció ocioso. Subrepticiamente, para no provocar las iras
de nuestros simpatizantes —de acuerdo con la doblez del visir Benegas, que era la norma
en la política de la Alhambra—, mi madre, mi hermano Yusuf y yo fuimos puestos en prisión
relativa. En un principio, como por protección, nos vedaron salir del recinto amurallado; pero,
poco a poco, los límites de nuestra libertad se estrecharon. Dado que yo entonces me
hallaba cautivo de más recias cadenas y envuelto en mi desdicha, no echaba de ver —o no
me afligía— tal acoso. Pero mi madre, no sin causa, suponía que el propósito de mi padre
era que el pueblo nos olvidara a fuerza de no vernos; y, más tarde, simulando un motín o
con cualquier otra artimaña, eliminarnos y dejar en el poder sola a Soraya. Sin embargo, el
destino se empeñó de momento en protegernos: aún no había resuelto nuestra destrucción,
proyectada con mimo para más adelante. La pérdida de Alhama fue su treta.
La conquistó, repentina y dolorosamente, Ponce de León ayudado por otros
capitanes, antes sus enemigos; el cambio de las actitudes individualistas por las solidarias
era un feroz presagio. Mi perdición, tramada por mi padre, se detuvo ante la perdición
común, más visible e impuesta. Durante cuatro días mi padre enloqueció: lloraba, rugía,
caminaba sin descanso por los adarves, daba órdenes incoherentes y rompía nuevamente a
llorar. El golpe recibido era tan fuerte que hubiese resucitado a un muerto: Alhama era
decisiva en las comunicaciones entre Granada y Málaga, y la clave hasta Ronda.
(Para mí era además el lugar sosegado donde transcurrieron muchos meses de mi
infancia y de mi adolescencia.) Pasados esos cuatro días, mi padre se dirigió a Alhama y la
sitió. Trataba de impedir su avituallamiento de agua y leña con la pretensión de que se
rindieran los cristianos, más necesitados cuanto más numerosos, pues parece que no
bajaban de dos mil quinientos caballeros y de tres mil infantes. Yo permanecí en la
Alhambra con el alma enlutada y el cuerpo enfermo por una muerte que me afectó tanto
como si hubiese muerto el mundo entero. (Lo que ahora narro lo supe luego, porque en
aquellos días no tuve oídos sino para mi desesperación.) Mi padre mandó en busca de
Soraya cuando vio que el sitio de Alhama se prolongaba. Soraya se había ingeniado para
hacerle creer que corría peligro, desprovista de su protección, en la Alhambra, donde se la
odiaba. Quizá estaba en lo cierto; quizá hubo de elegir entre el riesgo de su vida, más o
menos ficticio, y el de ser, en su ausencia, sustituida por mi madre.
Sin embargo, mi madre no contó con la reacción del pueblo, que, transtornado por la
gran pérdida, comprendió no obstante que comenzaba una agonía acaso larga, pero
encaminada a la muerte; lo comprendió con todo fundamento. En consecuencia, se apiñó
otra vez junto al único capaz de preservarlo de mayores y muy próximos reveses, es decir,
mi padre, a quien absolvió de sus pecados.
Desfallecido nuestro ejército por su empobrecimiento y por su falta de ejercicio, el
primer sitio de Alhama hubo de levantarse a los veinticinco días. El sultán pronunció la
orden sollozando. El hostigamiento corrió a cargo de las mesnadas del duque de Medina
Sidonia —a despecho de su visceral enemistad con Ponce de León, lo que para nosotros
significaba un pésimo augurio— y del Conde de Cabra, cuya familia tenía fama de ser aliada
nuestra. El tiempo de los señores levantiscos e independientes había concluido.
Mi tío, aprovechando la concentración de las fuerzas cristianas en Alhama, corría
algaradas por las tierras contiguas, esquilmándolas para que no pudieran prestarle a los
sitiados auxilio alguno, y los rondeños se apropiaban de cuantiosos ganados del enemigo y
destruían sus cosechas. Pero también otra cuestión quedaba clara: que la guerra de
escaramuzas y guerrillas, en la que los andaluces éramos invencibles, había evolucionado
hacia la guerra de sitios.
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